Publicado en Puerto Rico Numismático, Vol. XLVIII, 2023
Dólar estadounidense
de plata de 1852
Este documento comienza con el acuse de la remisión por parte del Intendente de Puerto Rico por carta nº 688 de 28 de julio de 1851 acompañando el expediente instruido a solicitud del Comercio de la villa de Ponce, para que se admitiese la circulación de las monedas de oro y plata de los Estados Unidos de América, en razón de que era el único medio de evitar los obstáculos que resultaban para las transacciones mercantiles por la escasez de moneda macuquina y de la de plata y oro española y colombiana, que eran las únicas que circulaban en la isla.
Por ello el Intendente, previo dictamen del Capitán General y de las dependencias de Hacienda y Junta de Comercio, sometió el asunto a la Junta Superior Directora. La misma, teniendo en cuenta que los estados libres, como lo eran los Estados Unidos, en los que cada uno se regía por su constitución especial, era fácil la alteración de las monedas, falsificando impunemente su cuño y su ley, como había sucedido no pocas veces, acordó en sesión de 27 de junio suspender toda resolución hasta que se consultase al Gobierno Supremo para que determinase lo más acertado.
El Intendente reconocía que aunque las necesidades del país reclamaban imperiosamente una medida que tendiese a remediar el vacío que se notaba en la circulación, el Acuerdo de la Junta había sido bastante prudente, y en su concepto convenía para remediar la situación del país el establecimiento de un Banco de Emisión y la extinción de la moneda macuquina, pues aunque la circulación de las monedas norteamericanas contribuiría sin duda a reanimar las transacciones, sería necesario fijar sus relaciones con las demás que circulaban para evitar los perjuicios que pudieran ocasionarse.
Por ello remitía algunas muestras de la moneda macuquina, conocidamente falsa, que corría por la isla, así como varias de las americanas que se habían tenido presentes al dilucidarse la cuestión, y que habían sido examinadas por el fiel contraste de la capital. Afirmaba asimismo que si el gobierno resolvía que las estadounidenses se admitiesen, podría entenderse que podría recibirse como moneda fuerte, con la diferencia relativa a las nacionales, y a las macuquinas con el aumento designado a las colombianas. Con ello, no habría quebranto alguno, siguiéndose el curso de los cambios que fijasen su estado de abundancia o escasez.
Dólar estadounidense
de oro de 1852
También añadía que si resultase de la admisión de las monedas norteamericanas el aumento de su introducción que el Tesoro se viera con la suficiente para el pago de sueldos, sería oportuno, no alcanzando la macuquina a cubrirlos, abonárselos a los empleados al respecto de 16 pesos en el oro español y de 15 ½ en el colombiano y de los Estados Unidos, verificándose los pagos de otra clase si hubiesen de hacerse en macuquina a 18 pesos la primera y 17 la segunda. Por último, afirmaba que estaba formando un expediente para disponer, con acuerdo de la Junta Superior Directiva, que la moneda colombiana fuese admitida en pago de las contribuciones territoriales a razón de 17 pesos la onza, y que así la terminase sería remitido. En fecha 20 de diciembre de 1851 el Negociado creyó conveniente oír a la Junta Consultiva de Moneda. En virtud de ello, el 10 de enero de 1852 el Ministerio de Ultramar remitió a su Presidente para que de orden de la Reina la Junta informase sobre su parecer sobre la admisión y circulación de las monedas norteamericanas en Puerto Rico.
Los informes sobre la admisión de estos dólares de Estados Unidos se encuentran en otro expediente dentro de la misma signatura, el nº 8, referido a la extinción de la moneda macuquina. Entre los informes contenidos en dicho expediente nos vamos a detener en el primero de ellos, emitido por La Junta de Moneda el 22 de junio de 1852, porque en el mismo se encuentra un detallado estudio sobre la circulación monetaria en Puerto Rico en la primera mitad del siglo XIX.
La Junta de Moneda se pronunciaba en el sentido de que las posibles alteraciones en la moneda extranjera, que no podían ser impedidas, podrían afectar al comercio, recelando sobre todo de la circulación del oro por su valor entonces vigente con relación al valor de la moneda de plata, dado que podría ocasionar pérdidas de consideración a la riqueza de los habitantes por la gran probabilidad de que se redujese notablemente su valor en razón de la aumentada explotación que del oro se hacía en las Californias y en la Siberia Rusa.
Estimaban que había pocas cuestiones, o ninguna de tanta importancia, para la prosperidad futura de Puerto Rico como la que se ventilaba en este expediente, por lo que antes de pasarlo a su examen la Junta de Moneda entendía que se debían reunir todos los antecedentes en distintos ministerios, y muy especialmente en el de Hacienda. Por ello, la Junta entraba a estudiar separadamente las dos cuestiones principales de la carta anteriormente citada del Intendente de Puerto Rico: la extinción de la moneda macuquina y la admisión de la moneda estadounidense.
Billete de 5 pesos de 1815
La Junta no entró en los graves inconvenientes que presentaba la admisión de la moneda extranjera como tal, con su curso legal y forzoso como la nacional, porque de ello se tenía como ejemplo la incontable que había en la Península, y porque en todo tiempo y en todas las naciones se ha reconocido como una de las principales regalía del Gobierno Supremo su acuñación. Pero esa regalía suponía a condición de que el Gobierno debiera proveer de moneda suficiente al público para las transacciones diarias de la vida civil.
Preguntándose sobre si dicha condición se había cumplido, la respuesta dada fue un rotundo no. Desde un principio la isla escaseó de moneda, al punto de que con anterioridad al año 1813 circulaba una especie de papel convencional sin más garantía ni otras formalidades que las firmas de las Casas de Comercio que le emitían. Para obviar este inconveniente, se admitió en dicho año la circulación de la moneda de Costa Firme llamada macuquina, que por defectuosa que fuera, como lo era en efecto, era infinitamente preferible al sistema de billetes que estaba en curso.
Con todo, era fácil de prever por las autoridades que esta medida debía producir a la larga y acaso muy en breve los mismos inconvenientes que sucedieron en Costa Firme. Con un mal cuño, desgastada en gran parte y sin cordoncillo, esta moneda carecía del primero e indispensable requisito que debe tener para la garantía pública de su peso y ley. Por ello en muy breve plazo su uso decayó como debía, por su mala calidad, y ya en 1817 el Intendente don Alejandro Ramírez, y después de él sus sucesores en 1818 y 1819 mandaron que las contribuciones o derechos de arancel se pagasen por mitad por lo menos en moneda fuerte, aunque esta proporción se redujo por Real Orden de 2 de mayo de 1834 a la cuarta parte por la escasez que aumentaba diariamente de la moneda fuerte.
Dos reales de
Caracas de 1818.
Ello produjo numerosas quejas en el comercio y entre los empleados públicos, que pedían que sus sueldos se abonasen íntegramente en moneda fuerte, dado que en caso contrario quedaban reducidos en la parte con que se saldaba en el comercio la diferencia entre el valor de la moneda fuerte sobre la macuquina o provincial de Caracas. Para la Junta, la diferencia de valor probaba convincentemente que la moneda macuquina, no teniendo una estimación fija en el mercado, dejaba de ser moneda para convertirse en mercancía, pero por su abundancia, hasta cierto punto por la necesidad por la escasez de moneda nacional, se tomó por tipo para las transacciones.
La Junta afirmaba que hacía treinta años que las autoridades y toda la isla reclamaban una medida para atajar aquel mal, pero la indecisión del Gobierno, la falta de recursos para recoger la moneda y acaso en cierta parte la falta de conocimiento en este delicado asunto habían prolongado el mal hasta ese momento. Mientras no se resolvía este problema, el Comercio de Ponce solicitó formalmente recibir y dar en pago como moneda nacional la de los Estados Unidos, y las autoridades de la isla, sin atreverse a resolver sobre tan grave asunto, recomendaban la necesidad de acceder a ello.
En relación al tema de la moneda estadounidense, reiteraba la tesis general de que no se debía permitir la circulación de la moneda extranjera, no concediéndosela curso forzado ni el señoreaje de la nacional, siempre que el Gobierno proveyese de esta última en cantidad suficiente para las necesidades del comercio. De no hacerlo, era preciso admitir la moneda extranjera a proveer por cualquier otro medio, como el de un Banco, a las necesidades del tráfico. Pero para hacerlo era necesario verificarla de manera que se evitasen si no todos al menos la mayor parte de los inconvenientes que pudiese ocasionar aquella medida, tomada sin reflexión ni conocimiento de causa.
20 reales de Isabel II de 1851
La Junta estimaba que si había alguna moneda que pudiera y debiese dejarse circular en Puerto Rico sin grave exposición de abusos era la moneda de plata o dólar de los Estados Unidos. La primera de las precisas condiciones para su admisión es que no estuviese expuesta a falsificación a gran escala, tanto de parte del mismo gobierno emisor como de cualquier otro. Bajo ese punto de vista, era indudable que ninguna moneda de América podía admitirse con menos exposición que la de los Estados Unidos, dado que el Gobierno no podía alterarla sin autorización del Congreso, ni podía tolerar su falsificación, como toleraba y aun conscientemente la de otros Estados, puesto que las consecuencias recaían no solo sobre los países extranjeros que la aceptaban, sino sobre sus propios súbditos.
La segunda condición, que el valor de la moneda extranjera tuviese una relación sencilla con la nacional para evitar fracciones y quebrados, la Junta afirmaba que el dólar estadounidense era exactísimamente nuestro peso nacional de ocho reales fuertes. Los Estados Unidos, como colonia inglesa, adoptaron en un principio la moneda de la madre patria, pero tuvieron posteriormente la desacertada introducción, como sucedió en Caracas con la macuquina, de un chelín provincial con una cuarta parte menos de valor que el nacional, y desde aquel instante desapareció el último, con el mismo valor nominal. El comercio admitió en la naciente república de hecho la moneda española, la más abundante de todo el orbe y con más razón de la América del Norte. Tras la adopción del peso español, se conservó sin alteración desde entonces.
La tercera y última condición es que de admitirse en circulación la moneda extranjera, fuese solo por su valor intrínseco o en pasta sin acordarle señoreaje. Esta condición, reconocían, entraba en contradicción con la anterior, dado que el dólar, en todo igual al peso de ocho reales de plata nacional, habría de circular por un valor fraccionario e 19 y pico reales de vellón, o siete y pico reales de plata fuerte, pero como la Ley de 15 de abril de 1848 alteró la moneda nacional reduciéndola en cerca de un 3%, resultaría que aun admitiendo el dólar por el equivalente a un peso de la moneda española del momento, que era la que definitivamente debía de circular en Puerto Rico, todavía su valor no excedía e incluso igualaba al que correspondía a su valor en pasta.
16 pesos de la República de la Nueva Granada de 1847
Por ello, las Reales Cajas no perderían nada en admitirlo por dicho valor, puesto que el día que fuese conveniente refundirlo podría hacerse sin más detrimento ni otros gastos que los que ocasionarían igual cantidad de plata en pasta, comprada al precio de tarifa. Sin embargo, no podía decirse lo mismo del oro americano, no porque no reuniese todas las condiciones anteriores, sino por el fundado temor de que la última de las condiciones se alterase notablemente en los años venideros, a poco que continuase en aumento la producción del oro en todo el globo, que se había sextuplicado en menos de diez años. Podía suceder que el valor intrínseco bajase naturalmente, y que Puerto Rico viniese con el tiempo a perder la diferencia de la moneda de oro circulante.
Dado que en la Península se había prohibido la circulación de la moneda áurea extranjera como moneda, y se había procedido a la acuñación de la nacional, no debían ser menos estrictos con Puerto Rico, tanto más expuesta a las consecuencias de la abundancia inconsiderada de moneda de oro, cuanto los Estados Unidos eran los dueños de las Californias, que en tan gran abundancia lo producían. Por ello, las Cajas no debían admitir la moneda de oro americana ni autorizar su curso como moneda, si bien el comercio podría tomarla como mercancía al precio que le señalase el cambio de la plaza, tal y como en esas fechas se hacía con la colombiana.
Fuentes:
Archivo, General de Indias, ULTRAMAR, 1132, Exp. 8 y 10.
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