Publicado en Numismático Digital, 5 de mayo de 2016
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Entre
1702 y 1712, durante la Guerra de Sucesión, sólo cinco flotas zarparon de
Veracruz, y el escaso comercio que se tuvo con la Península fue mediante los
navíos de aviso y de registro. Manero definía los avisos como las pequeñas
embarcaciones que traían la correspondencia del gobierno y de los particulares,
cargando también un corto número de mercancías. Estos buques hacían en un
principio dos viajes al año, que posteriormente pasaron a ser ocho, cuatro para
Nueva España y otros cuatro a otros puntos de las Indias.
Hasta 1756 se
dispuso que fueran uno por mes, que salía para Nueva España y las Antillas
desde la Coruña, y otro cada dos meses para Montevideo. Además, llegaban otros
buques de guerra que traían azogue, y que llevaban de vuelta los caudales del
Rey y de los particulares. García Bernal recoge que si bien su función
primordial era el de ser buques correo, ya desde el siglo XVI habían
transportado mercancías con el permiso de la Casa de Contratación y del Consejo
de Indias.
Según Morineau, en veinte
años el número de flotas de Nueva España fue de seis solamente, y las escuadras
de galeones de cuatro. Asimismo, se permitió un navío de registro con destino a
Buenos Aires en 1721 para introducir mercancías por un valor de 700.000 pesos,
así como a Honduras. En 1718 los armadores canarios recibieron la autorización
de enviar una flotilla de un volumen de 1.000 toneladas, y la Compañía
Guipuzcoana comenzó a ejercer su actividad en la costa de Caracas. Asimismo,
recogía que si una flota del siglo XVI trasportaba 4 millones de pesos, una del
siglo XVIII transportaba 12 millones como mínimo.
El Tratado de
Utrecht permitió a los ingleses introducir anualmente un navío de 500 toneladas
de mercancías y el monopolio del asiento negrero. La Guerra de la Cuádruple
Alianza entre 1718 y 1720 agravó el problema, e incrementó el tradicional
contrabando inglés y holandés en zonas marginales. Para García Bernal, la Paz
de Utrecht no hizo más que ratificar otros tratados y convenciones firmados con
anterioridad que recogían una panoplia de privilegios comerciales para el
comercio británico, , como los de 1604, 1645 y 1667. La autora defiende que los
barcos de guerra destinados a cumplir la gracia del rey español, el Navío de Permiso y Asiento de Negros, como
el Bedford y el Elizabeth, cumplieron escrupulosamente todos los requisitos,
deseosos de evitar cualquier problema que pudiese ocasionar un conflicto y con
ello una merma de los intereses de los comerciantes.
A comienzos del
siglo XVIII se tomaron medidas legales para la conservación del sistema del
monopolio, como las Reales Órdenes de 1717 y 1718 prohibiendo la introducción
de géneros indianos por parte de mercaderes extranjeros, la Real Orden de 8 de
mayo de 1717 por la que se trasladaron las oficinas y tribunales del comercio
de Indias a Cádiz. Mientras que para Stein la decisión de trasladar el centro
neurálgico del comercio a Cádiz pudo deberse a las contribuciones que Cádiz
hizo a Felipe V entre 1701 y 1710 por un montante global de 660.000 pesos,
Morineau afirmaba que la transferencia de la Casa de Contratación y el
Consulado de Sevilla a Cádiz sancionaba un modus
vivendi establecido desde 1680.
A ello ayudaron también las dificultades técnicas de
navegación del Guadalquivir. Esta medida fue combatida vehementemente por los
comerciantes sevillanos, que si bien en 1725 consiguieron un dictamen favorable
del monarca, esta Orden fue poco después revocada, quedando Cádiz como sede del
comercio ultramarino hasta la implantación del Libre Comercio.
El Proyecto de Flotas y Galeones del Perú y
Nueva España de 1720 intentó revitalizar este sistema, regulando la salida
de las flotas, que debía de producirse anualmente. Los galeones de Tierra Firme
debían zarpar el primero de septiembre, y las de Nueva España debían salir de
Cádiz el primero de junio, y su tornaviaje debía producirse el 15 de abril del
año siguiente. No obstante esta normativa, solamente salieron de Nueva España
veinte flotas en todo el siglo.
Según Manero, dichas
flotas salieron en 1706, 1708, 1711, 1712, 1715, 1717, 1720, 1723,
1725, 1729, 1732, 1736, 1749, 1757, 1760, 1762, 1765, 1769, 1772 y 1776. El
total de viajes, contando los realizados por los navíos de registro, fue según
este autor de 101, y según los datos de la carga de 17 de ellas, el término
medio era de 4.924 toneladas, si bien la cifra más alta fue la de 1760, que
transportó 8.492 toneladas.
En el año 1737 se
remitió un proyecto al virrey de Nueva España, reglamentando la práctica ya
existente de combinar la distribución de los situados con la práctica del corso
en las islas de Barlovento y en Tierrafirme, con base en los puertos de
Veracruz, La Habana y Santa Marta. Se fijaba en el mismo un preciso calendario
y su financiación desde el virreinato.
Este sistema de
financiación y abasto de las plazas del Caribe siguió utilizándose en la
segunda mitad de la centuria, si bien se prescindió del corso. La moneda
metálica se remitía trimestralmente a las posesiones del Alto Caribe –La
Habana, Florida y Luisiana- y semestralmente a las del Bajo Caribe –Puerto
Rico, Santo Domingo, Trinidad y Cumaná-, y su monto dependía de las tropas
estacionadas, los gastos de fortificación, los requerimientos para las fuerzas
navales y los gastos extraordinarios, que consistían habitualmente en el pago
de préstamos concedidos por particulares en momentos de escasez de numerario.
Se pensó en la
creación de compañías privilegiadas de comercio, las conocidas como Compañías
de Fábrica y Comercio, como alternativa al régimen de flotas, con un capital
dividido en acciones pero que debían ser sancionadas por el monarca, que
asimismo debía aprobar los privilegios con los que iba a operar. Entre ellas se
encontraban La Real Compañía
Guipuzcoana de Caracas, la
Real Compañía de la Habana y la Real
Compañía de Barcelona.
Si bien no
gozaron en general del monopolio comercial en su área de operaciones, sí que
gozaron de exenciones fiscales que favorecían sus negocios, al posibilitarlas a
competir con productos a menor precio. Estas compañías tuvieron una dilatada
duración en el tiempo y contaron con una participación social más o menos
amplia.
La Guerra de la
Oreja de Jenkins, entre 1739 y 1748, dio un duro golpe al sistema de flotas, y
supuso la extensión del uso de los navíos de registro al Mar del Sur. Según
García Bernal, la base económica del conflicto se encontraba en los deseos
británicos de comerciar libremente con las posesiones españolas y la defensa de
España de su monopolio mercantil. Si bien la armada británica era mucho más
poderosa que la española, los mares de América y Europa se vieron patrullados
por los guardacostas y los corsarios españoles, que les infringieron daños
notables, alcanzando las cotas más altas de capturas en todo el siglo.
Los corsarios vascos
operaban en el Atlántico Norte, cerca de las costas de las islas británicas,
los gallegos en las costas portuguesas, y en el área del Estrecho destacó
especialmente el papel de Ceuta. La creación de la escuadra corsaria del
Consulado de Cádiz en 1779 ha sido estudiada por Herrero. Según recoge Morineau,
citando a Ternaux-Compans, en los quince años transcurridos entre 1741 y 1757
llegaron a Nueva España 164 transportes sin contar 24 avisos, 45 bajo pabellón
neutral, 40 franceses, 3 holandeses, 1 imperial y 119 españoles.
La Guerra de los
Siete Años, entre 1756 y 1763, tuvo como consecuencia la cesión a Inglaterra de
la Florida y la cesión por Francia a España de la Luisiana. La ampliación de la
marina, que comenzó en tiempos de José de Patiño y continuó con el marqués de
la Ensenada, dio como resultado que se dispusiese en tiempos de Carlos III de
una flota de 66 barcos de línea.
La paralización del
comercio que provocaron los retrasos en las salidas y los conflictos bélicos se
compensó en parte con los navíos de registro, buques sueltos que entre 1739 y
1754 fueron como promedio 47 navíos y transportaron 13.894 toneladas, cantidad
que se incrementó entre 1755 y 1778 a un promedio de 67 naos y 25.132
toneladas, un 80% del tráfico. Como recoge García Bernal, la concesión de licencias para
navegar en registros sueltos era un privilegio exclusivo de la Corona y una
fuente de ingresos para la Real Hacienda.
Si bien entre
1717 y 1739 sólo 189 navíos de registro atravesaron el Atlántico en ambas
direcciones, a partir de este último año la navegación en registros se
convirtió en la única forma de comerciar con las Indias, y entre 1739 y 1754,
año en el que se decidió restaurar el sistema de flotas, el tráfico marítimo se
incrementó de manera significativa, con 734 navíos y 222.303,30 toneladas de
mercancías.
El comercio se
incrementó asimismo tras los Decretos de Libre Comercio, pero los conflictos
bélicos de finales de la centuria tuvieron efectos muy perjudiciales sobre el
mismo. Herrero recoge que en los 21 viajes de retorno por ella estudiados la
cifra de caudales fue de 12.034.976 pesos, de los que un 82% eran en moneda de
plata y el resto en moneda de oro. Un 19% se corresponden a expediciones al Río
de la Plata, un 68% al Mar del Sur y un 13% a Nueva España. A ello se tendían
que sumar las partidas consignadas como tesoros, compuestas de alhajas, plata
en barras y labrada, tejos de oro, carey y perlas.
En el Mercurio histórico y político se daba
noticia de la llegada de un total de seis barcos entre naves, fragatas de la
Real Armada y registros al puerto de Cádiz, entre los días 17 y 24 de julio de
ese año, que habían traído para la Corona y los particulares un total de
883.051 pesos fuertes de plata y oro acuñado y labrado, así como mercancías
como cobre, estaño, cuero, cacao, azúcar, lana de vicuña, pimienta o ruibarbo.
El día 9 de agosto había llegado la fragata del rey Santa Rosalía, procedente
de El Callao, con 1.150.967 pesos fuertes en plata y oro acuñado, labrado y en
barras, así como otras mercancías.
El Decreto de 16 de
octubre de 1765 habilitó el comercio directo a nueve puertos españoles, los de
Barcelona, Alicante, Cartagena, Málaga, Sevilla, Cádiz, La Coruña, Gijón y
Santander, y a los territorios indianos
de las Islas de Barlovento, es decir Cuba, Santo Domingo, Puerto Rico, Trinidad
y Margarita. El área de aplicación se fue extendiendo paulatinamente, y en 1768
se incluyó en él a Luisiana y por Real Orden de 9 de julio de 1770 los
territorios novohispanos de Campeche y Yucatán.
Fisher afirma que este
decreto estableció los principios generales que sirvieron posteriormente de
base a reformas más radicales, siendo para este autor un compromiso entre los
intereses de los grupos poderosos interesados en mantener sus antiguos
privilegios y los argumentos de reformistas como José de Campillo y Gerónimo de
Uztáriz. Este decreto sólo afectó al comercio con las Antillas, pero siguió
vigente el sistema de navíos de registro para el comercio con la América
meridional, y restauró el sistema de flotas entre Cádiz y Veracruz.
Una nueva ampliación
se produjo por el Reglamento y Aranceles
Reales para el Comercio Libre de España
a Indias de fecha 12 de octubre de 1778, que incorporó en Ultramar al mismo
a los puertos del Río de la Plata, Chile y Perú, en la Península a los de los
Alfaques de Tortosa, Palma de Mallorca, Almería y en Canarias al de Santa Cruz
de Tenerife. Una década después se incluyó a Venezuela en Indias y a San
Sebastián en España, y el 28 de febrero de 1789 se extendió a la propia Nueva
España.
Este nuevo sistema introdujo una libertad con grandes
limitaciones. Su estudio muestra cómo en el periodo comprendido entre 1778 y
1796 el 56% de lo recibido en España eran metales preciosos, y de ellos un
cuarto se correspondían a ingresos de la Corona. Es por ello por lo que el
Virreinato de Nueva España, principal productor de plata en esta época, era
responsable de la remesa de no menos del 36% de todos los productos remitidos a
España.
También se llevaba a cabo un férreo control para evitar
el contrabando, que llevaba aparejado desde un primer momento penas de
confiscación y que posteriormente se fueron ampliando a suspensión del cargo
para los oficiales públicos, exilio perpetuo de las Indias y pérdida de
privilegios para las personas de posición elevada, y a condenas a galeras que
llegaban hasta los diez años para personas de inferior rango. Se establecían
además pingues recompensas para los denunciantes de esta práctica, y una vez a bordo
se controlaba que los barcos no fuesen abordados en el mar por otros o que no
se enviasen chalupas de auxilio sin que en las mismas estuviese una persona de
confianza.
El control que redoblaba cuanto más cerca se estaba del
puerto de destino. Una vez en Sanlúcar de Barrameda, el capitán de la Flota
notificaba a la Casa de Contratación y al Consejo de Indias los extremos del
viaje, y no se permitía a nadie desembarcar hasta que el buque no hubiese sido
inspeccionado exhaustivamente por los funcionarios de la Casa de Contratación,
con toma de declaración a todos los pasajeros y marineros y apertura de los
equipajes.
Cipolla afirmaba que en la década de los años 60 del
siglo XVI el contrabando se convirtió en una práctica cada vez más habitual.
Cita entre otros el caso de una de las naves de la flota que naufragó cerca de
Cádiz en 1555, y que cuando se recuperó la carga se descubrió que en lugar de
los 150.000 reales declarados transportaba exactamente el doble. Recoge
asimismo que en 1626 la Casa de Contratación estimaba en dos millones y medio
de reales las importaciones de plata no declarada en ese año, y en un millón y
medio las del siguiente año.
Este autor citaba asimismo una Cédula de 1648 que
calculaba que solamente de Perú y de Chile llegaban a Sevilla medio millón de
ducados al año no registrados, y otra Real Cédula de 18 de marzo de 1634 que
denunciaba que esta práctica había llegado a límites insospechados. Finalmente,
este autor recoge que en 1660 las autoridades decidieron abolir la obligación del
registro, que por aquel entonces muy
pocos practicaban ya.
Estas leyes no siempre fueron aplicadas en su máximo
rigor, prometiéndose en varias ocasiones el indulto a quienes confesasen
voluntariamente cantidades importantes de metales preciosos y satisficieran la
avería. Felipe III, ante el hecho constatado de que estos indultos suponían un
aumento del contrabando, estableció en 1618 que los mismos no volverían a ser
otorgados.
A pesar de ello, se volvió a recurrir a esta práctica,
y muy especialmente en los últimos años del reinado de su hijo Felipe IV, a la
vista de la alarmante disminución de los ingresos y de las importaciones
registradas legalmente. Si bien en 1661 las Aduanas pasaron a administrarse por
cuenta de la Real Hacienda y se rebajaron algunos derechos a resulta de las
quejas de los comerciantes, en 1663 se dieron en arriendo a Eminente, que fue
condenado y preso por no cumplimentar el contrato, si bien volvió a arrendarlas
en tiempos de Carlos II hasta 1717. Mainar le definía como aventurero y
desmoralizado, y que con el fin de cortar el contrabando e incrementar sus
ganancias les concedió gracias y mercedes, admitiendo el 4, el 6 o el 7% que
gastaban con los metedores o contrabandistas en vez de cobrar los derechos.
Si bien los indultos se cobraban normalmente en los
puertos andaluces, a principios del siglo XVIII se llegó a cobrar en Francia a
los veleros de esta nacionalidad que regresaban de las Indias españolas.
La contracción en los envíos hacia la Península que se
produjo en el siglo XVII y los primeros años del siglo XVIII fue
tradicionalmente interpretada como una crisis de producción, si bien en la
actualidad se considera como una conjunción de una serie de factores más
complejos. Entre los mismos se encontrarían el fraude fiscal generalizado por
la venta de los oficios, el crecimiento de los costes de producción, el
crecimiento del comercio interior indiano, el aumento del gasto administrativo
en Indias que absorbió cada vez más recursos y el aumento de la producción no
controlada a causa del abandono del sistema de amalgamación.
En su trabajo sobre las Flotas de la Plata, Serrano
Mangas analiza la importancia que tuvo el fraude de ocultación o desvío de la
plata por parte de los mercaderes, los propios miembros de las Armadas o
incluso el estamento religioso. Cipolla recogía que Fray Juan Pérez de
Espinosa, muerto en Sevilla en 1622 en el convento de San Francisco, dejó una
fortuna de 414.700 reales, 62 lingotes de oro y otros objetos, que fueron
embargados por la Corona cuando se descubrió que estas riquezas habían llegado
a España sin pasar por el registro.
Esto supuso que la falta de registro de partidas se
convirtiese en una práctica corriente, e incluso el autor cita una contestación
del consulado de Sevilla al Consejo de Indias de 1659, en la que se afirma que
el secuestro de medio millón de ducados en 1637 fue la causa de que se
encontrasen barras de plata en las Casas de Moneda de Rouen, Paris, Londres,
Ámsterdam, Génova y Venecia.
Morineau recogía
el dato de una cantidad de entre 2 y 2,5 millones de pesos no registrados en
los galeones de Manuel López Pintado en 1731, y de 600.000 a bordo del Incendio en 1733. Concluía que podría
calcularse el frade a los mismos niveles que en el siglo XVI, del orden de un
15 a un 20% como máximo.
Fuentes
Apuntamiento de contestación del Consulado
de Sevilla al Consejo de Indias, 1659, Archivo General de Indias (AGI en
adelante), Indiferente 2693.
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