viernes, 27 de noviembre de 2015

La minería en las Indias españolas y la Mita de minas

Publicado en Revista de la Inquisición, nº 19, 2015, pp. 199-217


https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=5274956

Resumen: Como afirmaba Carlo Maria Cipolla España, un país mayoritariamente pobre en recursos materiales y humanos, se convirtió gracias a la extraordinaria cantidad de plata que produjeron sus posesiones ultramarinas en el país más poderoso del mundo durante más de un siglo. La importancia de las actividades mineras fue asimismo capital en los Reinos de las Indias, y el laboreo de estas explotaciones un importante factor de hispanización de la población indígena. Dicha preeminencia explica la supervivencia del sistema prehispánico de trabajo forzoso remunerado, conocido como mita, hasta bien entrado el siglo XVIII.

Palabras clave: Plata, Derecho, Minería, Mita.

miércoles, 25 de noviembre de 2015

El tratamiento del mineral de plata en la América española

Publicado en Numismático Digital, 25 de noviembre de 2015
http://www.numismaticodigital.com/noticia/9009/el-tratamiento-del-mineral-de-plata-en-la-america-espanola.HTML

El presente artículo es el primero de una serie dedicada a las actividades industriales que mediaban entre la extracción del mineral en las minas y su acuñación o labra en las Casas de Moneda durante los tres siglos de presencia española en los Reinos de las Indias.

   La producción argéntea fue con diferencia la principal actividad económica de la América española, al ser su primordial manufactura, su más importante producto de exportación y la base de su activo comercio. La llegada de los españoles al continente coincidió con una capital mejora de los procesos productivos y de organización del trabajo, que mantuvieron una producción creciente que prácticamente alimentó las necesidades monetarias de todo el orbe, y que no pudieron ser mantenidos con la misma intensidad una vez alcanzada la independencia las distintas repúblicas iberoamericanas.
   Pese a la fama de retraso en cuanto a las técnicas mineras, según Lockhart y Schwartz totalmente inmerecida, las actividades industriales relacionadas con la producción de metales preciosos se llevaron a cabo a gran escala y con métodos muy eficientes para la época. Además de la técnica de la amalgamación también se realizaron otros avances, como los depósitos construidos en Potosí para asegurarse el necesario suministro de energía hidráulica, o la sustitución de esta última fuente de energía por mulas en el árido norte mexicano. Todo ello, y las adecuaciones realizadas por la propia práctica diaria, hicieron que estas actividades no necesitasen, incluso en el siglo XIX, de mejoras técnicas.
   Una vez descubiertos los yacimientos, y agotados los ricos depósitos situados en la superficie, se comenzaba a buscar el mineral en pozos que, con el tiempo, alcanzarán una gran profundidad. Los problemas técnicos derivados del drenaje o los accesos se solían solucionar con pozos horizontales que se cruzaban con el principal, con cabrestantes. En un principio, se encontraron veneros de mineral que, aunque ricos, no podían tratarse con las técnicas y recursos de la época. Bakewell afirma que cuando la independencia permitió el acceso a las legendarias zonas mineras a los extranjeros y en las décadas de 1820 y 1830 afluyó el capital británico a las minas mexicanas y andinas, las empresas se derrumbaron, mostrando a los decepcionados accionistas
 
cuán difícil resultaba arrancar los metales preciosos de las entrañas de América, y la magnitud de la hazaña española al superar las dificultades.
 
  Como recogía Alexander del Mar, desde finales del siglo XVIII la escasez de numerario a nivel mundial se acrecentó con las oleadas revolucionarias en Europa, Norteamérica y la América Hispana y con el cierre de las minas de México y Sudamérica, lo que llevó a la emisión de gran número de billetes de banco convertibles y a su circulación en sustitución de la moneda metálica, lo que marcó la historia monetaria a nivel mundial entre los años 1797 y 1821.
   En un principio, los procedimientos metalúrgicos para su obtención fueron los de oxidación del mineral en los llamados hornos castellanos, donde se activaba la combustión por medio de fuelles, o en las guairas prehispánicas peruanas. En este último procedimiento, se alternaban las capas de mineral con otras de carbón u otro combustible, como la waikuna o excremento de llama, en un horno provisto de muchos agujeros de ventilación, que se activaban en los días de fuerte viento, en sucesivas fundiciones, lo que suponía un alto coste en combustible y transporte. Los hornos castellanos, de planta cuadrada o circular, se construían de cal y canto, o bien con adobes, cuidando que en su construcción se utilizasen materiales resistentes al calor y a los procesos químicos que iban a soportar. En los mismos había una chimenea para la salida de humos, y vanos para introducir el combustible y el metal troceado o reducido a polvo, y para aplicar los fuelles. Con ello se conseguía una mezcla de plata con plomo, que era necesario separar por copelación.
   Otros tipos de hornos que se utilizaron profusamente fueron los de pachamanca o reverbero, fabricados en adobe y del tamaño de un horno de pan, cuya ventaja principal era el que unía la fundición a la copelación, y además permitía el uso del mineral en polvo y su tueste. El suelo del horno se preparaba con una mezcla de huesos, ceniza, arena y carbón, que absolvía el óxido de plomo y que era renovada en cada carga, normalmente de cincuenta quintales. Bajo el horno o a un lado se encontraba el hornillo, donde ardía la leña. Las llamas entraban en el horno, que estaba asimismo dotado de una chimenea.
   Según relataba Capoche, en el área de Potosí, en un primer momento, muchos indios ventureros se contrataban voluntariamente y concertaban con los dueños de las minas para trabajar un número determinado de varas de las mismas, de donde recibieron el nombre de indios varas. Los dueños de las minas les facilitaban las barretas, y los indios ponían las velas. De esta manera, en la época en que las vetas de mineral eran ricas,

los indios poseyeron toda la riqueza del reino, porque de esta contratación estaba pendiente, ni en él había otro socorro más que la plata que beneficiaban los indios por guaira.

  Capoche informaba de en los años anteriores a 1585 los asientos de guairas o guayrachinas llegaron a 6.497. Los indios trituraban el mineral en molinos de piedra, y se obtenía su fusión en pequeños hornos de arcilla alimentados de hierba seca, icchu, o excrementos de llama, de los que había unos 6.000 en actividad en Potosí.
   La mejora en la producción fue consecuencia de la aplicación a la industria minera de la obtención de plata mediante la amalgamación con mercurio, patentada por Bartolomé de Medina en 1555 en Pachuca, México, con el nombre de beneficio de patio. Este método de amalgamación fue hasta 1784 de uso exclusivo en la América española, hasta que en este año se estableció el primer beneficio de mercurio fuera del continente, en Schemnitz, Hungría. Cipolla citaba el precedente del uso del mercurio y la sal en el tratado de Vannoccio Biringuccio llamado La Pirotechnia, publicado en Venecia en 1540, y que si bien no sabía si Medina había leído esta obra, afirmaba que con toda certeza había tenido noticia del uso del azogue para el beneficio de la plata.
   La amalgamación vino a desplazar al sistema prehispánico de fundición antes visto del mineral en hornos o guairas, dado que permitirá aprovechar minerales de más baja calidad, posibilitando el beneficio de casi todos los sulfuros de plata. Fue el motor del rápido desarrollo económico de los Virreinatos de Nueva España y del Perú, tras su adopción en este último por el llamado beneficio de cajones, de Pedro Fernández de Velasco, en 1572. Otras mejoras técnicas parciales se fueron realizando, entre las que destaca el beneficio de cazo y conocimiento de Álvaro Alonso Barba.
  En las minas peruanas el metal el bruto se sacaba de las vetas con picos y barretas en las galerías, a la luz de candelas de sebo, para ser posteriormente conducido al exterior de la mina por indios cargadores, que lo llevaban a sus espaldas en sacos de piel de llama con una capacidad de dos arrobas, por escaleras de tiento o crizneja. Aún después de haber obtenido todo el metal posible del mineral, con las técnicas aplicadas, se ordenaba por ley que no se desperdiciasen los desmontes y escoriales que se sacaban del ensayado, fundición, lamas y lavados realizados por los dueños de ellos. Todos ellos habían de recogerse y guardarse, y así controlados quedar en beneficio y utilidad de sus dueños y aumento de la Real Hacienda. Los escoriales y terreros, si eran beneficiados, solamente tributaban a la Real Hacienda entre una décima y una quinceava parte de la plata que se obtuviese, en vez del quinto real. Se utilizó para ello el método de amalgamación, cuando los minerales eran de una ley menor de tres o cuatro marcos por quintal.
   El proceso para su fundición se iniciaba con la quema de los minerales en los hornos, para separar los metales preciosos de otros minerales presentes en el mineral en roca, como el azufre, el amoniaco, el antimonio, la caparrosa y el alumbre. Una vez retirado del horno, el metal era molido y convertido en harina. Esta molienda se realizaba en varios tipos de morteros. Podía realizarse con el llamado quimbalete, un pesado instrumento de piedra con dos brazos de madera, y que se levantaba por dos hombres y se golpeaba contra una solera de piedra. Otro de estos morteros era la llamada rastra o tahona, una muela de piedra redonda en posición horizontal que se complementaba con otra gran piedra en situación vertical, la volandera, con un eje de madera que se movía por mulas.
   Los lugares en los que se aplicaban los morteros anteriores eran conocidos como trapiches. Los ingenios eran aquellos en los que se contaba con molinos hidráulicos para estas labores. Se trataba de una enorme rueda circular con paletas en forma de cajón, para ser movidas por la fuerza de una corriente de agua. Esta gran rueda estaba situada entre dos gruesas paredes, el cárcamo o castillo, y con su movimiento hacía girar un eje en el que se encontraban unos mazos, compuestos de una almadeneta y una cabeza de hierro, que batían sobre los morteros y con ello se pulverizaba el mineral.
    La molienda del mineral se realizaba hasta que el mismo adquiriera una suave consistencia, y el polvo de mena o harina obtenido se vertía en unos cajones, los buytrones, y se mezclaba con sal, el salmorado, y con otras sustancias, como piritas o azufre molido, y con mercurio. Para el incorporo del azogue se le hacía pasar por un lienzo, para que así se incorporase a la mena en finas gotas, y la cantidad a utilizar estaba en función de la ley de la harina a tratar. Esta mezcla se extendía y trillaba, en un proceso que podía durar entre tres y ocho semanas. Posteriormente se lavaba en tinas de madera, donde se decantaban los lodos y las piñas o pellas. El mineral decantado se pasaba a otras tinas donde era agitado por un molinete, y se procedía tras ello a exprimirlo utilizando lienzo o cañamazo. El mineral extraído, una vez molido y tratado, se preparaba en panes o piñas que habían de entregarse al Ensayador Mayor, a cambio de un comprobante donde aparecía el peso y la calidad de la plata recibida. Por destilación y fundición se separaba la plata del mercurio, que era reutilizado, al ser un producto caro. De cada 200 marcos, o 46 kilogramos, de pella se conseguía finalmente un beneficio de 40 marcos de plata en piña, siendo el peso medio de las piñas de plata estos 9,2 kilogramos.
  Para el tratamiento del mineral hacía falta mucho equipamiento, como bombas, trapiches y cubas, lo que hizo que se situasen secciones distintas, las refinerías, normalmente cerca de los cursos de agua, para el tratamiento del metal. Estas refinerías, auténtico centro neurálgico de las explotaciones, constaban de varios edificios donde normalmente residían el propietario y el personal, y fueron conocidas en Nueva España como hacienda de minas y en Potosí con el nombre de ingenio. En cualquier momento de la historia de las Indias es probable que contasen con 400 a 700 refinerías en activo, variando la cantidad según las condiciones imperantes de auge o depresión.
  Los ingenios o trapiches de Potosí, que suponían el más importante equipamiento industrial para estas labores en el mundo, estaban compuestos de una rueda horizontal o tupa, que medía unos dieciocho pies, mazos, en número variable y que eran levantados por el llamado árbol, traídos desde los bosques de Tucumán, y otros aperos como tinas para lavar metales y morteros. Se agrupaban en torno a una construcción conocida como el castillo, que contenía la o las ruedas hidráulicas que movían los ejes que accionaban los mazos o almadenetas para la molienda del mineral, que iban forrados con unas garras de hierro. Los morteros donde se molía el mineral eran rellenados y vaciados día y noche. Los pedazos más grandes o granza debían ser molidos otra vez en los llamados ingenios de sutil, que utilizaban una rueda horizontal y muelas del tipo de las almazaras, o simples piedras.
    Para la obtención del agua necesaria para hacerlos trabajar, se construyeron un conjunto de presas, comunicadas entre sí en el macizo del Cari-Cari, y un acueducto de veinticinco kilómetros de largo desde la laguna natural de Chalviri o Tabacoñuño, que fue recrecida. Este sistema requería un mantenimiento cuidadoso y un control eficaz para poder disponer del agua necesaria para las labores durante el mayor tiempo posible. Según Capoche, si el año era lluvioso, la molienda duraba seis o siete meses. En los complejos mineros también existían otras variadas labores, no directamente relacionadas con la extracción y tratamiento del mineral, como eran la producción de alimentos y la cría de ganado para la alimentación y transporte, así como el suministro de combustible, lo que hacía que su área de influencia se extendiese por un ámbito espacial considerablemente amplio.
 

Bibliografía

BAKEWELL, Peter John (1990), "La minería en la Hispanoamérica colonial", en América Latina en la época colonial, Vol. II, Economía y Sociedad, Crítica, Barcelona, pp. 131-173.
BENNASSAR, Bartolomé (1985), La América española y la América portuguesa (siglos XVI-XVIII), Akal, Madrid.
CAPOCHE, Luis (1959), “Relación general de la villa Imperial de Potosí, 1585; edición y estudio preliminar por Lewis Hanke”, en Relaciones histórico-literarias de la América meridional, Atlas, Madrid.
CÉSPEDES DEL CASTILLO, Guillermo (1986), “Textos y documentos de la América Hispana (1492 1898)”, en Tuñón de Lara, Manuel (director), Historia de España, Tomo XIII, Labor, Barcelona.
CÉSPEDES DEL CASTILLO, Guillermo (1996), "Las cecas indianas en 1536-1825" en ANES Y ÁLVAREZ DE CASTRILLÓN, Gonzalo, y Céspedes del Castillo, Guillermo, Las Casas de Moneda en los Reinos de Indias, Vol. I., Museo Casa de la Moneda, Madrid.
CIPOLLA, Carlo Maria (1999), La Odisea de la plata española. Conquistadores, piratas y mercaderes, Crítica, Barcelona.
FERNÁNDEZ PÉREZ, Joaquín (1999), “La amalgamación de los minerales de plata”, en El oro y la plata de las Indias en la época de los Austrias, Fundación ICO, Madrid.
LAZO GARCÍA, Carlos (1998), “Tecnología herramental y maquinarias utilizadas en la producción monetaria durante el Virreinato”, Investigaciones Sociales, Año 2 nº2, Lima, pp. 93-121.
MAR, Alexander del (1885), The science of Money, George Bell & Sons, Londres.
MUÑOZ MENDOZA, Joaquín (1986) “La minería en México, Bosquejo histórico”, en Quinto Centenario, nº 11, Madrid, pp. 145-156.

Recopilación de las Leyes de las Indias, Lib. IV, Tít. XIX, Ley VII, Que no se desperdicien en las minas los escoriales, y desmontes, lamas, y relaves, Felipe III, San Lorenço, 14 de noviembre de 1603

jueves, 5 de noviembre de 2015

Los primeros billetes de banco españoles

Publicado en Panorama Numismático, 5 de noviembre de 2015
http://www.panoramanumismatico.com/articulos/los_primeros_billetes_de_banco_espanoles_id02245.html
 


Los primeros billetes de banco españoles, conocidos como Cédulas, fueron emitidos en tiempos del rey Carlos III, que los autorizó por Real Cédula de 5 de enero de 1783, que aprobó globalmente todos los acuerdos tomados en la primera Junta General de Accionistas del Banco Nacional de San Carlos. La emisión de dichas Cédulas fue aprobada en dicha Junta a propuesta de su director, Francisco Cabarrús. El Conde de Floridablanca tomó bajo su responsabilidad esta primera emisión.

Los billetes eran, en su origen, un documento representativo de la moneda metálica, con la promesa de que se devolvería el montante que en él constaba en especie, y debían ser al portador, no podían devengar intereses y estaban emitidos a la vista. Por tanto, no dejaba de ser la promesa que una entidad privada, aunque con apoyo del Estado, hacía de que se podría cambiar por oro y plata el valor en el mismo consignado, y por tanto, estaba asimilado a lo que hoy día se entiende como papel moneda, aunque su circulación venía limitada por el alto facial en los mismos consignados.
Joseph Alonso Ortiz defendía a finales del siglo XVIII que la emisión de billetes de pequeño facial desterraba el oro y la plata de los países donde se emitían, dado que al girarse en ellos casi toda la negociación interna los metales preciosos no podían dejar de salir violentamente en busca del empleo que no encontraban en el interior. Ya en la primera Junta de Accionistas del Banco Nacional de San Carlos Cabarrús manifestó que Carlos III permitía que el mismo emitiese cédulas, un papel moneda que se reducía a dinero.
En cumplimiento de la Real Cédula de 5 de enero, en fecha 19 de enero de 1783 se encargó a Juan Bautista Rossi y a José del Toro que llevasen a cabo todas las actuaciones para la preparación de estas cédulas o billetes en la cuantía de 52 millones de reales de vellón, haciendo referencia a las cautelas a seguir para evitar las falsificaciones, la calidad del papel a utilizar y la distinción de los distintos faciales por colores, autorizando asimismo a José del Toro para la media firma de estos nuevos billetes.
La primera de las emisiones lleva fecha de 1 de marzo de 1783, y consta de nueve valores, desde los más pequeños de 200 reales a los de mayor facial, de 1.000 reales de vellón. La segunda serie fue una reimpresión de la primera, aunque con menos faciales. Las diferencias con los Vales Reales eran sustanciales, dado que corrían por su valor nominal, sin interés, y eran de curso forzoso para todas las tesorerías. Asimismo, eran títulos al portador, y por tanto no necesitaban ser endosados. El tenedor podía acudir al Banco en cualquier momento y cambiarlos por moneda metálica.
Una vez que se acordaron las características que debían reunir los billetes y que fuesen aprobadas por las juntas particulares de directores, se comisionó a los directores José del Toro y Juan Bautista Rossi para hacerse cargo de todo lo necesario para su fabricación, en un monto global antes recogido. Su diseño era bastante simple. Consistía en una orla de elementos vegetales que enmarcaban el número correlativo, el valor o denominación y las firmas de los directivos. En la orla superior se encontraba el emblema del Banco, consistente en dos manos unidas como símbolo de transacción mercantil y la leyenda fides publica, rodeado por el nombre de la institución emisora, Banco Nacional de San Carlos. El origen de este símbolo se encuentra en las emisiones romanas, y fue más adelante utilizado en billetes de otros países europeos. Se diferenciaron de otros billetes europeos anteriores y coetáneos por usar tintas diferentes según el valor facial de cada ejemplar. 
Su tamaño era de 200 x 400 milímetros, y estaban estampados en papel de tipo ingres comprado a José Llorente, un fabricante de la localidad barcelonesa de Capellades, con la obligación de no fabricar papel semejante al que había suministrado al Banco. El mismo tiene un baño de alguna disolución para darle más cuerpo, y lleva marcas de agua con anagramas de números y letras. El grabado se hizo en aguafuerte tallado a buril, trabajado sobre plancha de cobre, e impreso a un color y en calcografía sin reverso. Hay que tener en cuenta lo avanzado de su diseño, dado que el procedimiento calcográfico no se utilizó para la estampación de billetes en muchos países de Europa hasta mediados del siglo siguiente.
Los colores elegidos fueron el negro para el de 200 reales, el azul para el de 300, el teja para el de 400, el verde para el de 500, el amarillo para el de 600, el violeta para el de 700, el teja subido para el de 800, el morado para el de 900 y el encarnado para el de 1.000. El diseño de sus grabados fue realizado por los hermanos Rafael y Alberico Mengs Guazzi, hijos de Rafael Mengs.
La impresión fue supervisada por Joaquín de Ybarra, y se realizó posiblemente en varias imprentas madrileñas, dado que la Real Calcografía no fue fundada por el conde de Floridablanca hasta 1789. Los grabadores fueron José Asensio, Mariano Brandi-Moreno de Tejada, Manuel Salvador Carmona –yerno de Mengs-, Fernando Selma, Antonio Carnicero y Rafael Ximeno, bajo la supervisión de Antonio Ponz, secretario de la Real Academia de San Fernando.
La numeración de los billetes se realizó a mano, en el ángulo superior izquierdo. El encargado de recoger las firmas fue Agustín Ceán Bermúdez. Entre los encargados de numerar a mano estas cédulas estaba Agustín de Betancourt, que años más tarde, como Teniente General del Zar Alejandro I, fue el encargado de dibujar los nuevos rublos.
Cada billete debía de llevar tres firmas, que se correspondían con las del Tenedor de la Caja General, don Pedro Pauca, el Cajero General, don Joaquín Pablo de Goicoechea, y la de un Director, que era diferente en cada uno de los faciales emitidos, y que fueron firmados por el Marqués de Matallana -500, 600,700 y 1.000 reales-, Rossi -200, 800 y 900- y Toro-300 y 400-.
El monto global de esta primera emisión fue el siguiente:




De los mismos, solamente se pusieron en circulación 18.250.000 reales, y su presencia en el mercado no fue muy duradera, dado que en 1785 estos billetes se hallaban ya recogidos en el archivo del banco. Nunca consiguieron la aceptación de los usuarios, a pesar de las previsiones de Cabarrús. En teoría, sus valores menores que los vales y la falta de necesidad de endoso los harían circular más rápidamente, y además eran convertibles en dinero metálico inmediatamente y sin pérdida.
Para compensar los billetes a la par de esta emisión y las subsiguientes, la Real Hacienda depositó en el Banco un total de 30 millones de reales en oro, que debían ser acuñados en la ceca madrileña. Para obtener estas reservas, el principal objetivo del banco era el de obtener liquidez, dado que en fecha 15 de marzo de 1783, la de comienzo de operaciones, debía tener una cantidad mínima en metálico.
El banco tenía que ir recibiendo los fondos en efectivo a medida que se fuese acuñando el oro en la Casa de Moneda de Madrid, y los directores del banco debían hacer entrega simultáneamente a la Tesorería General de los billetes que estuviesen habilitados para salir a la circulación.
Entre el 21 de mayo de 1783 y el 25 de septiembre del mismo año se realizaron las entregas entre la Tesorería General y el banco de moneda metálica y billetes, respectivamente, hasta un importe global de 20 millones de reales, con lo cual no se llegó a la previsión hecha por Cabarrús de los 30 millones de reales.
En la Memoria presentada por la dirección del banco a la Junta General celebrada el 20 de diciembre de 1783, la misma se lamentaba de que los billetes no hubiesen tenido la acogida que se había deseado, a pesar de las medidas tomadas por el gobierno para su aceptación, obviando con ello la lógica de que en todo tiempo y lugar la circulación expedita de los billetes de banco como moneda solamente se ha conseguido con el transcurso de un plazo razonable de tiempo.
El monarca ordenó que en las oficinas de recaudación madrileñas se aceptasen estos billetes, y al Tesoro que pagase con ellos si fuese posible. También fueron aceptados por los Cinco Gremios Mayores madrileños y por la Compañía Guipuzcoana de Caracas. Toda vez que los Vales Reales cotizaban a la par, no fue necesario recurrir a nuevas emisiones de estas Cédulas.

Para saber más:

ALONSO ORTÍZ, J., Ensayo Económico sobre el sistema de la moneda-papel: y sobre el crédito público, Madrid, 1796.
ANES Y ÁLVAREZ DE CASTRILLÓN, G, “Guerras, monedas y deuda durante el reinado de Carlos III”, en Carlos III y la Casa de la Moneda, Catálogo de la exposición celebrada en el Museo casa de la Moneda, Madrid, diciembre 1988-febrero 1989.
ANES Y ÁLVAREZ DE CASTRILLÓN, G, "Historia del Billete", en Enciclopedia de billetes de España 1783-2006, Filabo, Barcelona, 2006, pp. 51-69.
FRANCISCO OLMOS, J.M. de, “El estampillado de billetes de banco. Alteración de un documento económico como medio de propaganda política”, Revista General de Información y Documentación, 2004, 14, nº 2, pp. 59-96.
MORENO FERNÁNDEZ, R., “El personal del Banco de España: Desde su origen en el siglo XVIII hasta fin del siglo XIX”, Estudios de Historia Económica, nº 54, 2009, Banco de España, Madrid, 2010.
REINAL BOIX, J. “El primer Banco de España. El Banco Nacional de San Carlos”, Crónica Numismática, febrero 2000, pp. 59-61.
SANTIAGO FERNÁNDEZ, J. de, “Legislación y reforma monetaria en la España Borbónica”, en VI Jornadas sobre Documentación Borbónica en España y América  (1700-1868), Madrid, 2007, pp. 403-436.
SANTILLÁN, R., Memoria histórica sobre los Bancos Nacional de San Carlos, Español de San Fernando, Isabel II, Nuevo San Fernando y de España, Madrid, 1865.
TORTELLA CASARES, T., "Cultura y política: dos símbolos del poder financiero en los billetes del Banco de España", NVMISMA, nº 250, enero-diciembre 2006, pp. 591-608.
TORTELLA CASARES, T., "El billete español en la Edad Contemporánea: mucho más que un medio de pago", en VII Jornadas Científicas Sobre Documentación Contemporánea (1868-2008), Madrid, 2008, pp. 331-368.