Publicado en Gaceta Numismática 202, diciembre 2021
Cuando en el año 1759 el monarca Carlos III accedió al trono de España, parte del circulante batido en metal áureo se encontraba en muy mala conservación. Muchas de las monedas estaban cortadas, agujereadas o incluso portaban resellos de algún país extranjero. También abundaban las emisiones de cuño antiguo, en las que por su continuo uso y desgaste eran irreconocibles las improntas monetarias que en su día habían sido acuñadas. Estas fueron las razones esgrimidas para que, en fecha 30 de diciembre de 1768, se prohibiese que fuesen aceptadas por la Tesorerías, dado que estaban expuestas a falsificación y su valor no se correspondía con el intrínseco.
En cuanto al numerario batido en metal argénteo, seguían en circulación en numerosas partes de la monarquía las antiguas monedas de cabo de barra o macuquina, la acuñada a martillo con anterioridad a la generalización de los volantes en las cecas ultramarinas. Esta moneda constituía la mayor parte del circulante en las islas caribeñas y en la costa meridional del mismo mar, así como en el virreinato del Perú y en el área del Río de la Plata. Esta moneda de antiguo cuño tenía en muchas ocasiones una merma importante de peso en relación a su facial.
Por Real Orden Reservada de 18 de marzo de 1771 y Real Pragmática de 29 de mayo de 1772 se reformó la moneda acuñada en ambos metales. Estas medidas, tendentes a sustituir y modernizar el circulante, fueron acompañadas de secretas rebajas en la ley de las monedas. Mientras que la ley de la moneda áurea hasta 1764 era de entre 911 y 917 milésimas, y entre este último año y 1772 fue de 909 milésimas, a pesar de la afirmación contenida en las normas dictadas de que la moneda, tanto de oro como de plata, sería de la misma ley y peso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario