Publicado en Numismático Digital, 31 de julio de 2013
http://www.numismaticodigital.com/noticia/6690/Articulos-Numismatica/La-circulacion-internacional-de-la-peseta.html
http://www.numismaticodigital.com/noticia/6690/Articulos-Numismatica/La-circulacion-internacional-de-la-peseta.html
Desde hace ya varios siglos se han sucedido magníficos estudios sobre la
circulación universal de la plata nacional española, la acuñada en las cecas
indianas, base de la economía mundial en la Edad Moderna y gran parte del siglo
XIX y del prestigio de su Monarquía. No abundan sin embargo, al menos en nuestra
lengua, estudios sobre la amplia y continuada circulación exterior de la moneda
provincial española, que si bien fue ajena a los propósitos e intereses de la
propia Corona, hizo que fuese el principal medio de cambio en las pequeñas
transacciones en vastos espacios extraeuropeos.
La moneda provincial española de dos reales, conocida ya
desde su origen de forma popular como peseta, fue un numerario concebido para
circular exclusivamente en la España europea. A diferencia de la plata
nacional, la batida en las Indias, se controlaron sus emisiones con el objeto
de dotar al territorio peninsular de un circulante adecuado para las
transacciones diarias. Si bien su uso en otros territorios de la Monarquía fue
reiteradamente prohibido y perseguido, tuvo durante los siglos XVIII y XIX una
amplia aceptación en grandes áreas del planeta.
No cabe duda de que parte de las pesetas provinciales que
salieron de la Península siguieron las ancestrales rutas que sus hermanos
mayores, los pesos fuertes o duros, habían recorrido siguiendo las rutas de la
seda, del café, del té o de las especias hacia Extremo Oriente, haciendo escala
en los puertos del Mediterráneo, del Levante musulmán y en las factorías
negreras de la costa de África. Lo reducido de sus emisiones y la relativamente
baja ley de sus aleaciones sin duda ayudaron a que dicho tráfico no alcanzase
mayores proporciones. Por la importancia que adquirieron en la circulación local
destaca el caso de las posesiones portuguesas, especialmente en la isla de
Madeira, donde se encontraban en pleno siglo XIX como divisores de los reales
de a ocho.
Si bien las preferencias estuvieron siempre del lado de
la plata nacional, obviamente se utilizaron las pesetas provinciales en el
comercio con otros países europeos, donde usualmente se aceptaban sólo por su
contenido en fino, como pasta, siendo recogidas en grandes cantidades para,
sobre todo en el siglo XIX, ser afinadas mediante ácido sulfúrico en las Casas
de Moneda para con ello beneficiarse de la pequeña liga de oro que contenían.
Especial importancia tuvieron las pesetas en la economía británica, donde
tenían curso legal, y desde donde cruzaron los océanos en grandes cantidades.
Su introducción en las colonias británicas de América debió
ser prácticamente simultánea a su propia aparición, como prueba el hecho de que
aún hoy en día son comunes los descubrimientos de reales sencillos y pesetas de
ambos contendientes en la Guerra de Sucesión. Las pesetas provinciales sin las
columnas de Hércules, conocidas como pistareens,
tuvieron una larga vida en estas latitudes. A las primeras emisiones se sumaron
las allí conocidas como de cruz, con los cuarteles de Castilla y León, y las de
la cara o busto. Al igual que los propios pesos,
muy a menudo fueron cortadas en cuatro o más partes, conocidas como bits, para su uso como moneda menuda.
Ya durante la Guerra de Independencia norteamericana se
discutió si otorgar a este numerario por todos conocido curso legal, si bien
finalmente se decidió no hacerlo. Eso no fue óbice para que fuesen utilizadas
en tales cantidades como para servir incluso para las transacciones
financieras, para que circulasen sin ninguna traba por toda la Unión o para que
tuviesen de facto la consideración de moneda propia en algunos estados. Su uso habitual
y continuado dejó su impronta en el refranero popular, en la literatura e
incluso en la jurisprudencia estadounidenses del siglo XIX.
Su circulación a gran escala se produjo igualmente en las
demás colonias británicas de América, donde sí que tuvieron curso legal y
fijado en relación a los reales de a ocho de plata nacional, la moneda en la que
recibían las tropas sus soldadas. Su huella es fácilmente rastreable en las
islas caribeñas y en el Canadá, donde era la moneda utilizada por las clases
populares en las transacciones diarias. Los intentos de esterlinización del
circulante en las colonias británicas a partir de finales de la década de los
años 30 del siglo XIX, si bien no consiguieron desplazar al dólar –real de a ocho- de su posición
preeminente, sí que hicieron prácticamente desaparecer a las pesetas
provinciales de la circulación.
No parece que sea casualidad que a comienzos de la década
siguiente se empezase a documentar la entrada en grandes cantidades de pesetas
provinciales españolas, conocidas como sevillanas,
en las nuevas repúblicas iberoamericanas, como ha estudiado magníficamente
Roberto Jovel para el área centroamericana, en un fenómeno que se reproduce en
otras partes del continente. Entre ellas, además de moneda anterior y recién batida,
se encontraba numerario acuñado a nombre de José Bonaparte. La valoración de la
peseta provincial fue fijada de manera distinta en cada república.
Esta “invasión” llegó también a las todavía bajo dominio
español Antillas Mayores, y fue el motivo de que en 1841 se resellasen con la
famosa contramarca de rejilla las pesetas provinciales en la isla de Cuba. Por
esas fechas comenzaron a llegar también al archipiélago filipino, donde se fijó
por ley su valor, conforme a la normativa española, en cinco pesetas cada peso
fuerte o duro. La moneda provincial llegada a Filipinas y los pesos acuñados con
este destino circularon asimismo por la Micronesia española y Oceanía, donde
fueron resellados posteriormente por los alemanes y estadounidenses, y en otros
lugares de Asia.
Este breve bosquejo es sólo una pequeña muestra de la
posiblemente menos conocida faceta de nuestra entrañable e incluso añorada
moneda provincial, que sobrevive en nuestro imaginario colectivo como moneda de
cuenta con un valor perdido hace ya más de un decenio, ajeno a la inflación
oficial y a la brutal inflación encubierta que supuso la entrada en el Euro, y
como una quimera en la ardiente hamada de Tinduf.