miércoles, 11 de mayo de 2016

La falsedad de moneda en el Derecho Romano

Publicado en Numismático Digital, 11 de mayo de 2016
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En Roma se consideró siempre que el derecho de amonedación estaba unido a la soberanía, independientemente de la forma en la que ésta se asumiese. Ya en el Derecho antiguo romano encontramos una serie de conductas con respecto a la moneda que eran consideradas constitutivas de delito, y por ello aparecen en las disposiciones penales tanto por su gravedad intrínseca, al ser considerada la falsificación de moneda una falsedad penal en general, como una falsedad documental, dado que se consideraba la moneda no solo como signo representativo y medida de valor sino también como un documento fiduciario y liberatorio.  

Parece obvio que estas prácticas delictivas debieron de aparecer con la moneda misma, y que fueron siempre perseguidas y consideradas como muy graves. Las primeras disposiciones específicas para su regulación conocidas fueron al parecer dictadas en la época de Mario, y se conocen por un edicto del pretor Marco Mario Gratidiano, que abrió oficinas para la comprobación de la moneda y suprimió el curso forzoso de los denarios forrados. Esta media no tuvo continuidad, al ser nuevamente acuñados denarios forrados en tiempos de Lucio Cornelio Sila, y en el año 91 el Tribuno de la Plebe Marco Livio Druso consiguió que por cada siete denarios de buena ley se acuñase solo uno forrado.

En época de Sila, posiblemente en el año 81 a.C., se promulgó la Lex Cornelia testamentaria nummaria, una norma que afectaba entre otros temas a la adulteración del oro y de la plata, que siguió vigente en las épocas posteriores y a la que solo se añadieron por medio de disposiciones concretas otros tipos de falsificación. Esta ley no perseguía los actos preparatorios, sino solo los delitos consumados, y regulaba el procedimiento para su persecución y sus efectos procesales. Nos es conocida por varios textos del Digesto y del Código de Justiniano, así como por la colección de sentencias clásicas de finales del siglo III conocida como Pauli Sententiae. 

En esta norma se regulaba asimismo la falsificación de los testamentos y de los sellos, siendo el motivo de la inclusión de ambos junto con la moneda en esta ley el común motivo del abuso del signum. Se consideraba un crimen falsificar moneda de plata, y el uso de monedas falsas de latón o plomo, pero parece ser que no se regulaba la falsificación de la moneda de oro, que salvo en ocasiones de absoluta emergencia no se acuñaron en la ceca de Roma durante la República, si bien se contemplaba el control de la calidad de los metales utilizados por los orfebres. En otros territorios hubo gran cantidad de emisiones realizadas por los comandantes militares en uso de su imperium, y fue habitual en la historia de Roma que el poder público emitiese monedas de bajo valor intrínseco.

Los delitos monetarios fueron considerados desde la época de Constantino como delitos de lesa majestad, al arrogarse los falsarios facultades propias de los magistrados, siendo castigados a ser quemados y a la confiscación de sus bienes por el fisco. Los delitos que comprendían la Lex Cornelia y las posteriores que la complementaron eran los siguientes:

1 Aceptar y suscribir como de ley en el mercado de metales preciosos una partida que tuviese menos valor del que la ley de aleación exigía, o ejecutar cualquier otra manipulación con dichos metales preciosos.
2. Disminuir el valor de la moneda de curso corriente en el país, recortándola o realizando alguna otra manipulación.
3. Falsificar o fabricar monedas que imitaran a las legitimas, aun cuando las imitadas tuviesen el mismo valor que estas últimas.
4. Expender a sabiendas moneda falsa.
5. Negarse a sabiendas a recibir moneda legitima.
6. Con el objeto de prevenir el agiotaje que provocaba el hecho de haberse establecido en época posterior diferencias en el valor de las distintas emisiones, esta norma se limitó en esta época a reprimir penalmente la expendición de moneda de inferior valor.   

Se consideraban y sancionaban como constitutivas de delito según varios textos del jurista Ulpiano contenidos en el Digesto, las prácticas de limar la moneda, radere, teñirla, tingere, batir moneda falsa, adulterare, inutilizarla, vitiare, o fingirla, fingere, entre otras. Hay que tener en cuenta que la repercusión profunda de este delito sobre la sociedad en general motivaba la preocupación constante del legislador acerca de su persecución. Dentro de los delitos monetarios se incluía también el rechazo a la moneda estatal, dado que se entendía una ofensa al príncipe no aceptar el numerario con su símbolo, y se equiparaban las penas previstas para este caso a la de los falsarios. Como hemos visto, la emisión de moneda forrada fue una falsedad practicada por el Estado, lo que la convertía en una moneda fiduciaria de curso forzoso y de obligada recepción, si bien en la doctrina jurídica de la época hubo un debate sobre si cabía la posibilidad de repudiar esta mala moneda.

Sendas constituciones del emperador Constantino de los años 317 y 321, recogidas la primera en el Código Teodosiano y la segunda en el de Justiniano, se ocuparon de los delitos de falsedad de moneda. La última de ellas aludía a la necesidad de perseguir y encontrar a los que la practicasen, a que fuesen entregados a los jueces y fuesen sometidos a los tormentos que les correspondían, concediendo asimismo inmunidad a quien acusase a quienes practicaban estos delitos.  

A finales del reinado de Constante II se ordenó en una constitución del año 348 que a los que rebajaran los metales preciosos o purgasen el bronce contenido en la moneda de plata se les aplicase la pena capital. En los años 356 y 371 se reguló en sendas constituciones el castigo de los conflatores figuratis aeris, los falsificadores de moneda pequeña o pecuniae, y coetáneamente se legisló contra el agio al amparo de las diferencias entre los valores nominal y legal de las monedas. La falsificación de moneda de bronce se consideró asimismo un crimen de sacrilegio penado con la muerte.

Una constitución de los emperadores Valentiniano, Teodosio y Arcadio del año 393 se refiere a la exclusiva facultad del emperador para la acuñación de moneda. En el año 395 una nueva constitución prohibió la detentación de moneda antigua, obligando a su curso forzoso y prohibió la especulación con la diferencia entre los valores intrínseco y extrínseco de las piezas, manteniendo por medios coercitivos el valor nominal del numerario devaluado.  

Según Lluis y Navas-Brusí, inicialmente la Lex Cornelia parece que sancionaba los delitos monetarios con la pena de destierro fuera de Italia para los hombres libres y la de muerte para los esclavos. Las penas previstas para este tipo de delitos desde finales de la república eran la deportación para los honestiores, con la confiscación de la mitad de sus bienes y exclusión de cargos edilicios en los casos menos graves, y la de muerte en la cruz o en determinados casos la pena de trabajos forzados para los humiliores, así como la pena de muerte también para los esclavos manumitidos después de la comisión del delito. En el Digesto, sin citar expresamente la Lex Cornelia, se recogía que si los reos eran personas libres debían ser echadas a las fieras, y los esclavos debían ser condenados al último suplicio.

El propietario del local donde se batiera moneda falsa era castigado con el destierro y la confiscación de sus propiedades, lo que conllevaba para los propietarios de los locales el deber de su vigilancia para evitar la comisión de este tipo de delitos. Los cómplices eran, como los falsarios, reos de la pena capital, sin derecho a apelar. En el caso de los acuñadores públicos, el responsable del control de la producción monetaria sufriría en caso de falsificación asimismo la pena capital.  

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Las monedas forradas en la Antigüedad. www.tesorillo.com

jueves, 5 de mayo de 2016

Las remesas de metales preciosos indianos en la Edad Moderna (III)

Publicado en Numismático Digital, 5 de mayo de 2016

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Entre 1702 y 1712, durante la Guerra de Sucesión, sólo cinco flotas zarparon de Veracruz, y el escaso comercio que se tuvo con la Península fue mediante los navíos de aviso y de registro. Manero definía los avisos como las pequeñas embarcaciones que traían la correspondencia del gobierno y de los particulares, cargando también un corto número de mercancías. Estos buques hacían en un principio dos viajes al año, que posteriormente pasaron a ser ocho, cuatro para Nueva España y otros cuatro a otros puntos de las Indias.

Hasta 1756 se dispuso que fueran uno por mes, que salía para Nueva España y las Antillas desde la Coruña, y otro cada dos meses para Montevideo. Además, llegaban otros buques de guerra que traían azogue, y que llevaban de vuelta los caudales del Rey y de los particulares. García Bernal recoge que si bien su función primordial era el de ser buques correo, ya desde el siglo XVI habían transportado mercancías con el permiso de la Casa de Contratación y del Consejo de Indias.
Según Morineau, en veinte años el número de flotas de Nueva España fue de seis solamente, y las escuadras de galeones de cuatro. Asimismo, se permitió un navío de registro con destino a Buenos Aires en 1721 para introducir mercancías por un valor de 700.000 pesos, así como a Honduras. En 1718 los armadores canarios recibieron la autorización de enviar una flotilla de un volumen de 1.000 toneladas, y la Compañía Guipuzcoana comenzó a ejercer su actividad en la costa de Caracas. Asimismo, recogía que si una flota del siglo XVI trasportaba 4 millones de pesos, una del siglo XVIII transportaba 12 millones como mínimo.
El Tratado de Utrecht permitió a los ingleses introducir anualmente un navío de 500 toneladas de mercancías y el monopolio del asiento negrero. La Guerra de la Cuádruple Alianza entre 1718 y 1720 agravó el problema, e incrementó el tradicional contrabando inglés y holandés en zonas marginales. Para García Bernal, la Paz de Utrecht no hizo más que ratificar otros tratados y convenciones firmados con anterioridad que recogían una panoplia de privilegios comerciales para el comercio británico, , como los de 1604, 1645 y 1667. La autora defiende que los barcos de guerra destinados a cumplir la gracia del rey español, el Navío de Permiso y Asiento de Negros, como el Bedford y el Elizabeth, cumplieron escrupulosamente todos los requisitos, deseosos de evitar cualquier problema que pudiese ocasionar un conflicto y con ello una merma de los intereses de los comerciantes.
A comienzos del siglo XVIII se tomaron medidas legales para la conservación del sistema del monopolio, como las Reales Órdenes de 1717 y 1718 prohibiendo la introducción de géneros indianos por parte de mercaderes extranjeros, la Real Orden de 8 de mayo de 1717 por la que se trasladaron las oficinas y tribunales del comercio de Indias a Cádiz. Mientras que para Stein la decisión de trasladar el centro neurálgico del comercio a Cádiz pudo deberse a las contribuciones que Cádiz hizo a Felipe V entre 1701 y 1710 por un montante global de 660.000 pesos, Morineau afirmaba que la transferencia de la Casa de Contratación y el Consulado de Sevilla a Cádiz sancionaba un modus vivendi establecido desde 1680.
A ello ayudaron también las dificultades técnicas de navegación del Guadalquivir. Esta medida fue combatida vehementemente por los comerciantes sevillanos, que si bien en 1725 consiguieron un dictamen favorable del monarca, esta Orden fue poco después revocada, quedando Cádiz como sede del comercio ultramarino hasta la implantación del Libre Comercio.
El Proyecto de Flotas y Galeones del Perú y Nueva España de 1720 intentó revitalizar este sistema, regulando la salida de las flotas, que debía de producirse anualmente. Los galeones de Tierra Firme debían zarpar el primero de septiembre, y las de Nueva España debían salir de Cádiz el primero de junio, y su tornaviaje debía producirse el 15 de abril del año siguiente. No obstante esta normativa, solamente salieron de Nueva España veinte flotas en todo el siglo.
Según Manero, dichas flotas salieron en 1706, 1708, 1711, 1712, 1715, 1717, 1720, 1723, 1725, 1729, 1732, 1736, 1749, 1757, 1760, 1762, 1765, 1769, 1772 y 1776. El total de viajes, contando los realizados por los navíos de registro, fue según este autor de 101, y según los datos de la carga de 17 de ellas, el término medio era de 4.924 toneladas, si bien la cifra más alta fue la de 1760, que transportó 8.492 toneladas.   
En el año 1737 se remitió un proyecto al virrey de Nueva España, reglamentando la práctica ya existente de combinar la distribución de los situados con la práctica del corso en las islas de Barlovento y en Tierrafirme, con base en los puertos de Veracruz, La Habana y Santa Marta. Se fijaba en el mismo un preciso calendario y su financiación desde el virreinato.
Este sistema de financiación y abasto de las plazas del Caribe siguió utilizándose en la segunda mitad de la centuria, si bien se prescindió del corso. La moneda metálica se remitía trimestralmente a las posesiones del Alto Caribe –La Habana, Florida y Luisiana- y semestralmente a las del Bajo Caribe –Puerto Rico, Santo Domingo, Trinidad y Cumaná-, y su monto dependía de las tropas estacionadas, los gastos de fortificación, los requerimientos para las fuerzas navales y los gastos extraordinarios, que consistían habitualmente en el pago de préstamos concedidos por particulares en momentos de escasez de numerario.
Se pensó en la creación de compañías privilegiadas de comercio, las conocidas como Compañías de Fábrica y Comercio, como alternativa al régimen de flotas, con un capital dividido en acciones pero que debían ser sancionadas por el monarca, que asimismo debía aprobar los privilegios con los que iba a operar. Entre ellas se encontraban La Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, la Real Compañía de la Habana y  la Real Compañía de Barcelona.
Si bien no gozaron en general del monopolio comercial en su área de operaciones, sí que gozaron de exenciones fiscales que favorecían sus negocios, al posibilitarlas a competir con productos a menor precio. Estas compañías tuvieron una dilatada duración en el tiempo y contaron con una participación social más o menos amplia.   
La Guerra de la Oreja de Jenkins, entre 1739 y 1748, dio un duro golpe al sistema de flotas, y supuso la extensión del uso de los navíos de registro al Mar del Sur. Según García Bernal, la base económica del conflicto se encontraba en los deseos británicos de comerciar libremente con las posesiones españolas y la defensa de España de su monopolio mercantil. Si bien la armada británica era mucho más poderosa que la española, los mares de América y Europa se vieron patrullados por los guardacostas y los corsarios españoles, que les infringieron daños notables, alcanzando las cotas más altas de capturas en todo el siglo.
Los corsarios vascos operaban en el Atlántico Norte, cerca de las costas de las islas británicas, los gallegos en las costas portuguesas, y en el área del Estrecho destacó especialmente el papel de Ceuta. La creación de la escuadra corsaria del Consulado de Cádiz en 1779 ha sido estudiada por Herrero. Según recoge Morineau, citando a Ternaux-Compans, en los quince años transcurridos entre 1741 y 1757 llegaron a Nueva España 164 transportes sin contar 24 avisos, 45 bajo pabellón neutral, 40 franceses, 3 holandeses, 1 imperial y 119 españoles.
La Guerra de los Siete Años, entre 1756 y 1763, tuvo como consecuencia la cesión a Inglaterra de la Florida y la cesión por Francia a España de la Luisiana. La ampliación de la marina, que comenzó en tiempos de José de Patiño y continuó con el marqués de la Ensenada, dio como resultado que se dispusiese en tiempos de Carlos III de una flota de 66 barcos de línea.
La paralización del comercio que provocaron los retrasos en las salidas y los conflictos bélicos se compensó en parte con los navíos de registro, buques sueltos que entre 1739 y 1754 fueron como promedio 47 navíos y transportaron 13.894 toneladas, cantidad que se incrementó entre 1755 y 1778 a un promedio de 67 naos y 25.132 toneladas, un 80% del tráfico. Como recoge García Bernal, la concesión de licencias para navegar en registros sueltos era un privilegio exclusivo de la Corona y una fuente de ingresos para la Real Hacienda.
Si bien entre 1717 y 1739 sólo 189 navíos de registro atravesaron el Atlántico en ambas direcciones, a partir de este último año la navegación en registros se convirtió en la única forma de comerciar con las Indias, y entre 1739 y 1754, año en el que se decidió restaurar el sistema de flotas, el tráfico marítimo se incrementó de manera significativa, con 734 navíos y 222.303,30 toneladas de mercancías.
El comercio se incrementó asimismo tras los Decretos de Libre Comercio, pero los conflictos bélicos de finales de la centuria tuvieron efectos muy perjudiciales sobre el mismo. Herrero recoge que en los 21 viajes de retorno por ella estudiados la cifra de caudales fue de 12.034.976 pesos, de los que un 82% eran en moneda de plata y el resto en moneda de oro. Un 19% se corresponden a expediciones al Río de la Plata, un 68% al Mar del Sur y un 13% a Nueva España. A ello se tendían que sumar las partidas consignadas como tesoros, compuestas de alhajas, plata en barras y labrada, tejos de oro, carey y perlas.
En el Mercurio histórico y político se daba noticia de la llegada de un total de seis barcos entre naves, fragatas de la Real Armada y registros al puerto de Cádiz, entre los días 17 y 24 de julio de ese año, que habían traído para la Corona y los particulares un total de 883.051 pesos fuertes de plata y oro acuñado y labrado, así como mercancías como cobre, estaño, cuero, cacao, azúcar, lana de vicuña, pimienta o ruibarbo. El día 9 de agosto había llegado la fragata del rey Santa Rosalía, procedente de El Callao, con 1.150.967 pesos fuertes en plata y oro acuñado, labrado y en barras, así como otras mercancías.
El Decreto de 16 de octubre de 1765 habilitó el comercio directo a nueve puertos españoles, los de Barcelona, Alicante, Cartagena, Málaga, Sevilla, Cádiz, La Coruña, Gijón y Santander,  y a los territorios indianos de las Islas de Barlovento, es decir Cuba, Santo Domingo, Puerto Rico, Trinidad y Margarita. El área de aplicación se fue extendiendo paulatinamente, y en 1768 se incluyó en él a Luisiana y por Real Orden de 9 de julio de 1770 los territorios novohispanos de Campeche y Yucatán.
Fisher afirma que este decreto estableció los principios generales que sirvieron posteriormente de base a reformas más radicales, siendo para este autor un compromiso entre los intereses de los grupos poderosos interesados en mantener sus antiguos privilegios y los argumentos de reformistas como José de Campillo y Gerónimo de Uztáriz. Este decreto sólo afectó al comercio con las Antillas, pero siguió vigente el sistema de navíos de registro para el comercio con la América meridional, y restauró el sistema de flotas entre Cádiz y Veracruz.
Una nueva ampliación se produjo por el Reglamento y Aranceles Reales para el Comercio Libre  de España a Indias de fecha 12 de octubre de 1778, que incorporó en Ultramar al mismo a los puertos del Río de la Plata, Chile y Perú, en la Península a los de los Alfaques de Tortosa, Palma de Mallorca, Almería y en Canarias al de Santa Cruz de Tenerife. Una década después se incluyó a Venezuela en Indias y a San Sebastián en España, y el 28 de febrero de 1789 se extendió a la propia Nueva España.
Este nuevo sistema introdujo una libertad con grandes limitaciones. Su estudio muestra cómo en el periodo comprendido entre 1778 y 1796 el 56% de lo recibido en España eran metales preciosos, y de ellos un cuarto se correspondían a ingresos de la Corona. Es por ello por lo que el Virreinato de Nueva España, principal productor de plata en esta época, era responsable de la remesa de no menos del 36% de todos los productos remitidos a España.
También se llevaba a cabo un férreo control para evitar el contrabando, que llevaba aparejado desde un primer momento penas de confiscación y que posteriormente se fueron ampliando a suspensión del cargo para los oficiales públicos, exilio perpetuo de las Indias y pérdida de privilegios para las personas de posición elevada, y a condenas a galeras que llegaban hasta los diez años para personas de inferior rango. Se establecían además pingues recompensas para los denunciantes de esta práctica, y una vez a bordo se controlaba que los barcos no fuesen abordados en el mar por otros o que no se enviasen chalupas de auxilio sin que en las mismas estuviese una persona de confianza.
El control que redoblaba cuanto más cerca se estaba del puerto de destino. Una vez en Sanlúcar de Barrameda, el capitán de la Flota notificaba a la Casa de Contratación y al Consejo de Indias los extremos del viaje, y no se permitía a nadie desembarcar hasta que el buque no hubiese sido inspeccionado exhaustivamente por los funcionarios de la Casa de Contratación, con toma de declaración a todos los pasajeros y marineros y apertura de los equipajes.
Cipolla afirmaba que en la década de los años 60 del siglo XVI el contrabando se convirtió en una práctica cada vez más habitual. Cita entre otros el caso de una de las naves de la flota que naufragó cerca de Cádiz en 1555, y que cuando se recuperó la carga se descubrió que en lugar de los 150.000 reales declarados transportaba exactamente el doble. Recoge asimismo que en 1626 la Casa de Contratación estimaba en dos millones y medio de reales las importaciones de plata no declarada en ese año, y en un millón y medio las del siguiente año.
Este autor citaba asimismo una Cédula de 1648 que calculaba que solamente de Perú y de Chile llegaban a Sevilla medio millón de ducados al año no registrados, y otra Real Cédula de 18 de marzo de 1634 que denunciaba que esta práctica había llegado a límites insospechados. Finalmente, este autor recoge que en 1660 las autoridades decidieron abolir la obligación del registro, que por aquel entonces muy pocos practicaban ya.   
Estas leyes no siempre fueron aplicadas en su máximo rigor, prometiéndose en varias ocasiones el indulto a quienes confesasen voluntariamente cantidades importantes de metales preciosos y satisficieran la avería. Felipe III, ante el hecho constatado de que estos indultos suponían un aumento del contrabando, estableció en 1618 que los mismos no volverían a ser otorgados.
A pesar de ello, se volvió a recurrir a esta práctica, y muy especialmente en los últimos años del reinado de su hijo Felipe IV, a la vista de la alarmante disminución de los ingresos y de las importaciones registradas legalmente. Si bien en 1661 las Aduanas pasaron a administrarse por cuenta de la Real Hacienda y se rebajaron algunos derechos a resulta de las quejas de los comerciantes, en 1663 se dieron en arriendo a Eminente, que fue condenado y preso por no cumplimentar el contrato, si bien volvió a arrendarlas en tiempos de Carlos II hasta 1717. Mainar le definía como aventurero y desmoralizado, y que con el fin de cortar el contrabando e incrementar sus ganancias les concedió gracias y mercedes, admitiendo el 4, el 6 o el 7% que gastaban con los metedores o contrabandistas en vez de cobrar los derechos.  
Si bien los indultos se cobraban normalmente en los puertos andaluces, a principios del siglo XVIII se llegó a cobrar en Francia a los veleros de esta nacionalidad que regresaban de las Indias españolas.
La contracción en los envíos hacia la Península que se produjo en el siglo XVII y los primeros años del siglo XVIII fue tradicionalmente interpretada como una crisis de producción, si bien en la actualidad se considera como una conjunción de una serie de factores más complejos. Entre los mismos se encontrarían el fraude fiscal generalizado por la venta de los oficios, el crecimiento de los costes de producción, el crecimiento del comercio interior indiano, el aumento del gasto administrativo en Indias que absorbió cada vez más recursos y el aumento de la producción no controlada a causa del abandono del sistema de amalgamación.
En su trabajo sobre las Flotas de la Plata, Serrano Mangas analiza la importancia que tuvo el fraude de ocultación o desvío de la plata por parte de los mercaderes, los propios miembros de las Armadas o incluso el estamento religioso. Cipolla recogía que Fray Juan Pérez de Espinosa, muerto en Sevilla en 1622 en el convento de San Francisco, dejó una fortuna de 414.700 reales, 62 lingotes de oro y otros objetos, que fueron embargados por la Corona cuando se descubrió que estas riquezas habían llegado a España sin pasar por el registro.
Esto supuso que la falta de registro de partidas se convirtiese en una práctica corriente, e incluso el autor cita una contestación del consulado de Sevilla al Consejo de Indias de 1659, en la que se afirma que el secuestro de medio millón de ducados en 1637 fue la causa de que se encontrasen barras de plata en las Casas de Moneda de Rouen, Paris, Londres, Ámsterdam, Génova y Venecia.
 Morineau recogía el dato de una cantidad de entre 2 y 2,5 millones de pesos no registrados en los galeones de Manuel López Pintado en 1731, y de 600.000 a bordo del Incendio en 1733. Concluía que podría calcularse el frade a los mismos niveles que en el siglo XVI, del orden de un 15 a un 20% como máximo.
 

Fuentes

Apuntamiento de contestación del Consulado de Sevilla al Consejo de Indias, 1659, Archivo General de Indias (AGI en adelante), Indiferente 2693.

Bibliografía

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