miércoles, 23 de diciembre de 2015

Los impuestos del rey Felipe V en el galeón “San José”

Publicado en Numismático Digital, 23 de diciembre de 2015

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El pasado día 13 de diciembre, Julio Martín Alarcón daba noticia en la Crónica de El Mundo del hallazgo en el Archivo General de Indias de las cuentas del tesoro hundido con el San José. El manuscrito original, siete folios escritos a pluma, fue obtenido con la colaboración de la subdirectora del Archivo, doña Pilar Lázaro, y forma parte del Legajo de las Cartas cuentas de oficiales reales de 1559 a 1723, y dentro del mismo a la Caja de Portobelo de 1601 a 1723.

Este documento contiene la pormenorizada contabilidad que los funcionarios reales hicieron en el puerto de embarque de la Flota de Tierra Firme el 20 de mayo de 1708 sobre la carga del San José que venía por cuenta de la Real Hacienda. El sistema de flotas anuales para cubrir el comercio ultramarino se había establecido, según Carlo Maria Cipolla, en 1561, y desde la Pragmática de 18 de octubre de 1654 se había determinado que la llamada Flota de Nueva España navegase en abril, y la de Tierra Firme en agosto. Cada una de estas flotas debía ir comandada por un capitán general y un almirante, y en la nave capitana, en este caso el San José,  y en la almiranta, en esta expedición el San Joaquín, debía haber una dotación de 30 soldados.

Para Pierre Chaunu, lo que determinaba la navegación en convoy era no sólo el deseo de seguridad, sino las dificultades de la navegación, la falta de buenos pilotos y la protección que suponía que en caso de naufragio se pudiesen salvar hombres y tesoros. El centro de agrupamiento de las Flotas estaba en La Habana, donde se unían a los convoyes los barcos de escolta y desde donde se había de partir antes del 10 de agosto. Entre 1702 y 1712, durante la Guerra de Sucesión, sólo cinco flotas zarparon de Veracruz, y el escaso comercio transatlántico practicado se hizo mediante navíos de aviso y de registro.

Los tributos pagados por el transporte eran la avería, el almojarifazgo, las toneladas y el almirantazgo. La habería o avería, llamada así por servir para el pago de los haberes de la armada que se utilizaba para perseguir a los corsarios de la costa de Andalucía, comenzó a cobrarse en 1521, fue en un principio de un 5% sobre el valor de las mercancías, para posteriormente incrementarse hasta el 14%, así como 20 ducados por cada pasajero libre o esclavo. Este tributo fue suprimido en 1660, a cambio de que el coste de las armadas que protegían las flotas pasase a los virreinatos indianos.

Según Vicente Manero, los costes de las Flotas eran de 790.000 ducados de plata, de los que se asignaban 350.000 a Perú, 200.000 a Nueva España, 50.000 a Nueva Granada, 40.000 a Cartagena y 150.000 a la Real Hacienda. Desde 1706 buques de guerra franceses escoltaron a las escasas flotas que partieron, pagados por el Tesoro Real. Según Morineau, si una flota del siglo XVI trasportaba 4 millones de pesos, una del siglo XVIII transportaba como mínimo 12 millones.

En todas las fases de su transporte existía un detallado control de estos metales preciosos, fuente importante de documentación para los historiadores. Además de las exhaustivas cuentas de las oficinas de ensayo y los informes anuales que tenían que reportar a la Corona sobre las cantidades recaudadas en concepto de quinto real, señoreaje e impuestos de fundido, ensayo y marcado de la plata, se encontraban los detallados informes de los oficiales de los puertos a la Casa de Contratación sobre la ley, peso y número de las piezas ensayadas remitidas a la Corona, como el caso de los de Portobelo que esta Crónica analiza, así como de las personas, mercaderías y metales preciosos que hacían el viaje de vuelta a España.

Un funcionario especial, el Maese de la plata, era designado por la Casa de Contratación para controlar estas remesas, debiendo realizar un depósito de 25.000 ducados en plata en la Casa de Contratación, a cambio de un 1% de los tesoros registrados. El control llegaba al extremo de que los Libros de Cuentas de cada barco, que habían de ser depositados en la Casa de Contratación, se realizaban por duplicado, llevando otro buque del mismo convoy una copia del mismo en prevención de un naufragio o un apresamiento. Este libro, según el artículo que estudiamos, no ha sido encontrado. Además, la Casa de Contratación remitía a los funcionarios indianos información sobre las cantidades recibidas, a manera de cotejo y para evitar cualquier tipo de discrepancia en cuanto a las mismas.

Según este documento, las cuentas de los funcionarios de Portobelo fueron las siguientes:

  • Salarios de los Señores del Consejo: 660.955 pesos y 4 reales y medio.
  • Posadas: 21.433 pesos y 6 reales y medio.
  • Bienes de Difuntos: 7.773 pesos.
  • Salarios: 609.759 pesos y 6 reales.
  • Santa Cruzada: 87.161 pesos y 5 reales.
  • Audiencia de Quito: 45.073 pesos. Bienes de Difuntos: 5.224 pesos y 3 reales.
  • Real Casa de Panamá: Planchas de oro. Desconocido: 3.907 y 5 reales y medio.
  • Obras Pías: 320 pesos.
  • Obras Pías: 60.000 pesos.
  • Avería del Sur: 1.551.609 pesos y 7 reales. Salarios: 653.993 pesos.
  • Posadas: 21.202 pesos.
  • Bienes de difuntos: 7.686 pesos.
  • Desconocido: 207.569 pesos.
  • Santa Cruzada: 61.122 pesos.
  • Desconocido: 44.323 pesos.
  • Bienes de difuntos: 5.170.
  • Real Casa de Panamá 3.865 pesos.
  • Convento de Santa Teresa de Ávila: 32.000 pesos.
  • Real Fisco: 358.000 pesos.
  • Consulado de Sevilla: 60.000 pesos.
  • Avería del Sur: 1.115.252 pesos y 6 reales y medio.
  • TOTAL: 5.623.396 pesos. No incluye la mayor parte de bienes de particulares. El total podría ascender a 12 millones de pesos (más de 15.000 millones de euros).

Miguel Artola sistematizó los ingresos de la Real Hacienda en cinco grandes categorías tributarias: impuestos en general, regalías, rentas procedentes de contribuciones eclesiásticas, los servicios, y un cajón de sastre donde se incluyen los ingresos extraordinarios. Las contribuciones eclesiásticas fueron las aportaciones que la Iglesia, cuyos bienes estaban en un primer momento exentos de cargas fiscales, realizó a la Real Hacienda, y podemos sintetizarlas en las llamadas tercias reales y en las tres gracias, que comprendían la Bula de la Cruzada y las rentas del subsidio y excusado. Las tercias reales suponían un impuesto sobre las dos novenas partes de los diezmos percibidos en el Reino y la Bula de la Cruzada era el importe obtenido de limosnas para el sostenimiento de la guerra contra los infieles. Otros ingresos eclesiásticos fueron los expolios, por el patrimonio de los obispos fenecidos, las vacantes sobre rentas de sedes episcopales pendientes de provisión, y los donativos o ayudas extraordinarias.

La situación provocada por la Guerra de Sucesión hacía que los ingresos por tributos procedentes de las Indias fueran capitales para el mantenimiento del conflicto y de la estructura fiscal de la monarquía. Como afirma Brown, España tuvo que defenderse a sí misma y a su imperio, lo que requirió infusiones financieras masivas para proteger sus posesiones contra invasiones enemigas y para la construcción de buques de guerra capaces de defender el comercio marítimo. La nueva administración borbónica aumentó la presión fiscal y redujo las rentas disponibles, favoreció la producción minera y no incrementó el gasto público en las Indias, si bien lo redistribuyó con las reformas administrativas que se llevaron a cabo. Con ello se consiguió recaudar más impuestos, y en una cantidad superior al crecimiento de la economía y de la población.

Grafe e Irigoin defienden que mientras que el monto global de las remesas remitidas a la Península indudablemente crecieron en el siglo XVIII, constituyeron una modesta parte del gasto público global a comienzos de la centuria y una parte marginal al final de la misma. Ello a su entender demuestra que el Imperio Español no fue una máquina extractiva de los recursos indianos hacia la metrópoli, incluso en este momento de máximas tensiones fiscales por las guerras libradas en Europa, siendo mucho más importantes las transferencias entre las Cajas Reales de los distintos territorios, y que durante esta centuria se avanzó en el proceso de descentralización fiscal. Según estos autores, la función utilitaria de la Corona española estaba realmente centrada en el engrandecimiento y supervivencia del imperio al menor coste posible, lo que dependió en parte de su capacidad de aplicar estos recursos para el funcionamiento y la protección del imperio sin incurrir en excesivos costes fiscales y políticos. La enorme expansión de los territorios que se produjo en el siglo XVIII fue según ellos, como toda la empresa ultramarina española, autofinanciada.

No se conserva el montante de lo que viajaba por parte de los particulares. Según Cipolla, entre el 75 y el 80% de estas remesas a España eran por cuenta de particulares, y se correspondían con las ganancias de las ventas realizadas en las Indias, y sólo el restante 20-25% se correspondían con los ingresos de la Corona derivados de la actividad minera, los aranceles, los tributos que grababan el comercio y los donativos, así como las ganancias por la venta del mercurio de Almadén. Por ello, el importe de lo transportado en la nao capitana podría incluso ser superior a los doce millones de pesos estimados por Villanueva. Según Julio Martín, el almirante Villanueva escribió una carta al rey con una estimación de las riquezas que transportaban el San José y el San Joaquín. Según el mismo, la plata ascendía a tres millones y el oro a más de cuatro, con la salvedad de que en el caso del oro no estaba seguro, porque reconocía que una gran cantidad era escondida por los particulares.

La plata que viajaba de forma legal estaba ensayada en barras que normalmente equivalían de ocho a diez mil pesos, con un peso de entre veintidós y veintisiete kilogramos y medio. Pero la que se fundía para evitar el registro solía estarlo en barretones, un lingote con un peso aproximado de una arroba, piñas y piñones. En cuanto al oro, que llegaba en lingotes, tejos o discos, también se transportó en muchas ocasiones sin declarar, lo que llevará a la Corona a rebajar los derechos a cobrar en concepto de avería del 6 al 3%, lo que no disminuyó su ocultación.

Los escondrijos donde se ocultaba el metal sin registrar eran de lo más variopintos. Uno de los más utilizados fue el de las cajas de azúcar, escondiendo piñas de plata entre las pipas de azúcar. En otros casos, se marcaba las cajas de monedas con cantidades inferiores a las que realmente llevaban, lo que a juicio de Serrano Mangas fue una práctica habitual, o se marcaban los lingotes a un peso inferior al que les correspondía, e incluso se utilizaba de lastre. En cuanto al oro, era ocultado sistemáticamente en las ropas de los soldados y marineros, en cualquier baúl, frasco de conserva o faldriquera.

Todo ello hacía que los galeones de la Carrera de Indias hiciesen el viaje a Sevilla sobrecargados en exceso, para aprovechar mejor el espacio para las mercancías, lo que en muchas ocasiones supuso que se obviaran las prevenciones defensivas, llegando a desmontar los cañones, y tapar las portezuelas de las piezas con catres y otros impedimentos, como sucedió en el caso de la pérdida de la Flota de Nueva España de 1628. Lo mismo sucedía en las Armadas de la Mar del Sur.  

Otro punto que aparece en la Relación estudiada es el envío de una caja de perlas del Rio de La Hacha como parte del quinto real que correspondía a la Corona, y que habían sido entregadas al conde de casa Alegre. En tiempos de Felipe III se fijaron paridades legales entre las perlas y la moneda circulante para Isla de la Margarita y Ciudad del Río de la Hacha, norma que seguía vigente en tiempos de Carlos II y que fue incluida en la Recopilación de las Leyes de los Reynos de las Yndias. Esto se debía, como se reconoce en el mismo texto legal, a que no existía otra moneda corriente en estos lugares. El cambio a realizar para los pagos en perlas de cantidades debidas o contratadas en oro y plata eran de un peso de oro a dieciséis reales, por lo que un real de a cuatro valía cuatro reales en perlas.


Fuente:


Fuentes consultadas:

Resumen del memorial de don Juan de Leoz, Almirante de la Flota de Nueva España que se perdió en el Puerto de Matanzas. Sucesos del año 1628. Biblioteca Nacional. Mss. 2360, fols. 294-313.
Recopilación de las leyes de las Indias. Libro IV. Título XXIII. Ley VII. Que si en Margarita, y Rio de la Hacha se pagarê las obligaciones de reales en perlas, se haga el computo à razon de diez y seis reales el peso de oro, y lo mismo se practique en los salarios. Felipe III. Valladolid, 3 de mayo de 1604.

Bibliografía recomendada:

ARTOLA, M, La Hacienda en el Antiguo Régimen, Madrid, 1982.
BROWN, J.K., “The modernization of tax systems in Latin America and the Iberian Peninsula: a comparative perspective”, session 55 of XIV International Economic History Congress (Helsinki, Finland, 21 to 25 August 2006).
CHAUNU, P., Conquista y explotación de los nuevos mundos, Barcelona, 2ª ed., 1982.
CIPOLLA, C.M., La Odisea de la plata española. Conquistadores, piratas y mercaderes, Barcelona, 1999.
ESCUDERO, J.A., Curso de Historia del Derecho, Madrid, 1985.
GRAFE, R., y IRIGOIN, A., The political economy of Spanish imperial rule revisited, www.um.es, version 2, 14 Apr. 08, 31.
GARCÍA BERNAL, M.C., "El Comercio",  en RAMOS PÉREZ, D. (Coord.), América en el siglo XVIII. Los Primeros Borbones,  Historia General de España y América, Tomo XI-1, Madrid, 1983.
MANERO, V.E., Noticias históricas sobre el comercio exterior de México desde la conquista hasta el año 1878, con dos croquis que señalan, el uno: las rutas de las flotas y demás embarcaciones que venían de España a Indias, y el otro: la situación de los puertos de la república, México, 1879.
MORINEAU, M., Incroyables gazettes et fabuleux métaux: les retours des trésors américains d’après les gazettes Hollandaises (XVIème et XVIIème siècles), Paris, 1985.
SERRANO MANGAS, F., Armadas y Flotas de la Plata (1620-1648), Madrid, 1989.

viernes, 18 de diciembre de 2015

Naufragios y rescates

Publicado en Panorama Numismático, 18 de diciembre de 2015

http://www.panoramanumismatico.com/articulos/naufragios_y_rescates_id02290.html


El reciente caso del galeón San José, hundido el viernes 8 de junio de 1708 cerca de Cartagena de Indias durante la Guerra de Sucesión española, y con un tesoro estimado en once millones de monedas de oro y plata, ha vuelto a traer a la palestra el recurrente tema de los descubrimientos de naves españolas naufragadas y las fricciones derivadas de sus expolios. Ya en el año 2011 la justicia de los Estados Unidos  dio la razón al gobierno de Colombia frente a la empresa estadounidense Sea Search Armada, que pretendía cobrar 17.000 millones de dólares por fijar la localización exacta del pecio. El gobierno de España ha pedido recientemente explicaciones al colombiano, en defensa de su patrimonio subacuático, mientras que Colombia considera de su exclusiva propiedad los pecios que se hallen en sus aguas territoriales.

  El viaje anual de las Flotas de la Plata no estaba exento de peligros. Las inclemencias o los ataques de los enemigos y piratas produjeron naufragios, en ocasiones de toda una Flota. Como afirmaba Cipolla, en la historia de la Carrera de Indias se registran furiosas tempestades que dispersaban las naves a los cuatro vientos, rompiendo la cuidada formación defensiva y causando enormes pérdidas y daños. Según este autor, entre 1546 y 1650, de las naves que hicieron un total de 14.456 travesías sólo 402 se hundieron a causa de las tempestades, y de las naos que hicieron 2.221 travesías entre los años 1717 y 1772 sólo se perdieron 85, un auténtico record.
   Por su situación destacaron las labores de rescate realizadas por el puerto de La Habana, situado en la boca del seno mexicano, cerca del canal de las Bahamas y de la parte septentrional del continente y Florida, lugares donde se produjeron importantes pérdidas.
   Otro punto donde se produjeron numerosos naufragios fue el estuario del Río de la Plata, debido a los temporales, al choque contra arrecifes o a los ataques de piratas o de navíos de otras naciones. El número de ellos se incrementó durante el siglo XVIII, debido al aumento del comercio, al convertirse Buenos Aires en destino de numerosos navíos de registro como capital de un nuevo Virreinato y al libre comercio.
   A pesar de los progresos técnicos en el arte de la navegación, la travesía del Atlántico seguía entrañando grandes riesgos en el siglo XVIII, y fueron los devastadores huracanes del Caribe los causantes de tres naufragios a gran escala en el Canal de las Bahamas, siendo casi total el hundimiento de las naves que componían las flotas y cuantiosas las pérdidas materiales y en vidas humanas.
   Valdés, siguiendo la obra de Arrate, hizo una exhaustiva relación de los hundimientos y los rescates que se produjeron en el siglo XVIII. En 1720 naufragó en los cayos de Malacumbe la Nao Almiranta y el galeón La Margarita, de la armada del marqués de Cadereyta, y se consiguió sacar de ellos toda la plata y el oro, por el celo puesto por el habanero Francisco Núñez Milian.
   Antes de 1730 naufragaron frente a la costa de Florida dos galeones del cargo de Antonio de Otayza, y según aparece en un real despacho que cita Valdés, se recuperó hasta parte de la artillería, gracias al auxilio que se prestó por el puerto de La Habana. Este autor hace  también referencia al gran naufragio de finales de 1712, donde en el paraje de Jaimanitas  se perdieron la Nao Almiranta, al mando de Diego Alarcón Ocaña, y cinco navíos mercantes. De su rescate se salvaron un millón setecientos mil pesos.  Dos años después la fragata San Juan, de la Armada de Barlovento, se hundió en los placeres del canal de las Bahamas, con el situado de Puerto Rico y Santo Domingo, recuperándose no solamente los caudales, sino también los pasajeros, los equipajes y los pertrechos.
   Pero el mayor de los desastres se produjo en 1715, con el  naufragio frente a las costas de Florida de la Flota de Nueva España, al mando de Juan Esteban de Uvilla, y de los barcos de don Antonio Echeverz.  La misma conducía las remesas que durante casi tres lustros se habían ido acumulando en las diversas tesorerías de los virreinatos indianos. El día 30 de junio, cuando la flota se encontraba en el canal de las Bahamas, un violento temporal hundió la práctica totalidad de la flota, salvo el bergantín francés Grifón, que huyó hacia el norte. 
  Se perdieron diez buques de la Armada de la Plata, un millar de hombres y el tesoro que transportaban, por un valor declarado de más de catorce millones de pesos fuertes. Los pocos supervivientes se refugiaron en Florida. La Habana volvió a remitir pertrechos, buques, víveres y buzos.  El marqués de Casa Torres convocó a todos los interesados con la primera noticia del naufragio, que  decidieron fletar y armar todos los barcos disponibles, para recuperar los tesoros sumergidos junto a un grupo de bancos llamado Palmar de Aiz, cerca de Cabo Cañaveral.
  Se encomendó la tarea a Juan del Hoyo Solórzano, sargento mayor de La Habana,  que se dirigió al lugar del naufragio con la fragata Soledad y siete balandras armadas. De los buques naufragados Hoyo remesó a La Habana cuatro millones de pesos.  Al observarse un repentino incremento del circulante en la Habana y otras plazas, se sospechó que los que habían ido a recuperar los caudales del naufragio se habían aprovechado de los mismos.  
   En el naufragio del 16 de julio de 1733 de la flota del posteriormente ascendido a teniente general Rodrigo de Torres, que zozobró toda a excepción de un navío, nuevamente en los cayos de Matacumbe  en el canal de las  Bahamas, se salvó a la gente y los caudales que la flota conducía.
  Otro de los puntos negros del Caribe fue la bahía de Mobile, en el actual estado de Alabama. En este lugar se perdió el 22 de septiembre de 1766 el convoy que transportaba el situado para la Gobernación de Luisiana. Poco tiempo después, en 1784, el naufragio del bergantín El Cazador, que transportaba 450.000 reales de a ocho para estabilizar la economía de esta gobernación, contribuyó al debilitamiento del gobierno español en la Luisiana y a su ulterior cesión en 1800 a Francia, que posteriormente la vendió a los nacientes Estados Unidos.
   Los rescates realizados en los barcos hundidos en la costa de Florida y su regulación legal a partir de 1967 han propiciado la formación por este Estado norteamericano de una de las más importantes colecciones numismáticas a nivel mundial, que sólo en moneda áurea alcanzaba la cifra de más de 1.500 monedas en 1999. Entre 1964 y 1974 la compañía Real Eight recuperó gran cantidad de monedas de estos pecios, y la mayor parte de los fondos en moneda de plata de la Colección del Estado de Florida tienen esta procedencia.
   Para evitar expolios el Estado de Florida hubo de promulgar una ley para regular los descubrimientos y la parte de los tesoros que le correspondería por los mismos. Calicó puso de manifiesto el extraordinario valor de los hallazgos, que mostraban que las emisiones mexicanas redondas que anteriormente eran consideradas esporádicas no lo eran como se suponía, sino que se batían al unísono con las irregulares y en ocasiones utilizando los mismos cuños. Citaba asimismo la existencia en el tesoro de doblones de a dos batidos en la ceca de Santa Fe a nombre de Carlos de 1700 a 1707.
   El estudio de la moneda de oro lo comenzó a mediados de los años 70 del pasado siglo Frances Keith, y no terminó hasta 1984. La base de sus colecciones está formada por monedas procedentes del naufragio de la Flota de 1715, 1.504 ejemplares. Esta colección numismática es asimismo la mayor y la más completa del mundo en cuanto a las monedas de oro de las dos primeras décadas del siglo XVIII, y una de las más completas, al menos en números absolutos, en cuanto a los reales de a ocho.


Para saber más

Calicó, F.X. (1980). Del estado actual de los estudios sobre numismática moderna española. NVMISMA, nº 162-164, enero-junio 243-249. Madrid: SIAEN.
Valdés, A.J. (1813). Historia de la Isla de Cuba, y en especial de La Habana. La Habana: Oficina de la Cena.
Cipolla, C.M. (1999). La Odisea de la plata española. Conquistadores, piratas y mercaderes. Barcelona: Crítica.
Craig, A.K. (2000). Spanish colonial gold coins in the Florida Collection. Gainesville, Florida: Florida University.
Craig, A.K. (2000). Spanish colonial silver coins in the Florida Collection. Gainesville, Florida: Florida University.
Lorenzo Arrocha, J.M. (1999). Galeón. Naufragios y Tesoros. Santa Cruz de la Palma: Caja General de Ahorros de Canarias.
García Bernal, M.C. (1983). El Comercio. En Ramos Pérez, D. (Coord.), América en el siglo XVIII. Los Primeros Borbones, Historia General de España y América, Tomo XI-1, 231-232. Madrid: Rialp.

miércoles, 16 de diciembre de 2015

La fundición, ensaye y marcado de los metales preciosos (I)

Publicado en Numismático Digital, 16 de diciembre de 2015
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El proceso de fundición entre los siglos XVI y XIX requería técnicas y procedimientos diferentes para cada uno de los metales preciosos y las impurezas que contuviesen sus minerales. La mayor parte de las impurezas se eliminaban con el calentamiento, otras quedaban suspendidas sobre el metal fundido y otras no podían separarse más que mediante costosos procedimientos químicos, y solamente eran beneficiados si con ello se obtenían ganancias.
 
 Las técnicas de ensaye y fundición no tuvieron cambios significativos hasta el siglo XIX, pero se produjo un enorme salto cuantitativo, que hizo que se pasase de una artesanía modesta y a pequeña escala a un proceso industrial a gran escala, donde el fundidor se había convertido en el responsable de equipos cada vez más grandes y especializados. Junto a ello, también cambió el origen de los metales, tras el fin de la época de los rescates y la puesta en funcionamiento de las haciendas de minas o ingenios. Si bien existían diversas proporciones en las aleaciones de los metales preciosos para fines monetarios en su época, en la práctica la utilizada en la América española durante siglos, desde donde se suplía a la mayor parte del mundo de moneda que era asimismo reacuñada cuando llegaba a estos destinos, había sido la base de los sistemas de los demás países.

 
La primera noticia que tenemos del nombramiento de un fundidor de metales preciosos para el Nuevo Mundo, aparte de la autorización a Colón de un monedero el 13 de junio de 1497, es la designación de Rodrigo de Alcázar el 27 de septiembre de 1501 como fundidor y marcador mayor de oro en las Indias. Por Real Cédula de 29 de marzo de 1503 se dio licencia para que se fundasen dos casas de fundición de oro en territorio indiano. Las mismas estaban situadas en Árbol Gordo, a una legua de las minas de San Cristóbal, y en Concepción, a seis leguas de las minas de Cibao. Estas explotaciones fueron según Carande las primeras que gozaron del beneficio concedido en Écija el 2 de diciembre de 1501, que reducía la regalía de la Corona a la mitad del mineral extraído, si bien obligaba a los beneficiarios a fundirlo, instalando Casas de Fundición al pie de los yacimientos.

 
Unos años antes, el 10 de abril de 1495, la Corona había decidido dejar a los particulares la regalía de la explotación de las minas que le concedía el derecho tradicional de Castilla, las dos terceras partes del mineral extraído. El 3 de febrero de 1503 se fijó la exacción de la Corona en un tercio, y el 5 de febrero de 1505 en un quinto, o vigésimo, del producto bruto. Según Dasí, ese mismo año se acuñó en Sevilla moneda procedente del oro remitido desde La Española y Tierra Firme. En un primer momento hubo dos fundiciones al año en Buena Ventura y en Concepción de la Vega, y en 1506 su número aumentó a cuatro, hasta que en 1509 el aumento de la producción hizo que se ordenase que se hiciesen cada cuatro meses.

 
 La primera norma relativa a la fundición y quintado de los metales preciosos obtenido por los rescates de los indios vigente en tiempos de la Recopilación es de fecha tan temprana como 1519. En la misma se habla de la gran cantidad de oro labrado procedente de los mismos y del comercio, con liga de cobre, al que se denominaba guanín. Se citan en la misma también las formas de los objetos en que el mismo era obtenido, como eran los zarcillos, barrillas, cañutos, cuentas, petos o paternas. Toda vez que la ley del mismo era muy baja, y no podía ser conocida sin fundir las piezas, se ordenaba proceder a su aquilatado, fundido y quintado. En ese mismo año, en 1525 y en 1527 se prohibió la llevanza a las Indias de oro y plata labrada, ni en moneda ni en pasta, aunque fuese con registro de ello, sin licencia especial del monarca.

 
Para ello, se ordenaba que, en presencia de los oficiales reales, fundidor o su teniente, ensayador y escribano mayor de minas o su teniente se trajera todo el oro. Una vez reunido, se procedía a su separación en función del tamaño de las piezas y su ley, poniendo aparte las que no tuviesen ley o fuesen menudas, como las cuentas o canutillos, haciendo del oro así separado cuatro partes. La primera de ellas, que se correspondía con piezas de buena ley y tamaño, no se fundía si así lo estimaba el gobernador, pero sí se quintaba, devengándose también derechos para los ensayadores, y se entregaban a los particulares para que, a su parecer, las fundieran o utilizasen para el comercio. Un segundo grupo sería el de las piezas de oro que, a juicio del gobernador, debían fundirse por estar mal labradas o porque así se estimaba. En este caso, además del quinto y los derechos del ensayador, también devengaban los honorarios del fundidor.

 
El tercero de ellos consistía en las piezas menudas, que aunque estuviesen bien labradas, no se podían marcar porque se abollarían. Se procedía en este caso a quilatar las puntas, para conocer su ley y cobrar los derechos de la Corona, el ensayador y el marcador. El oro así quintado se devolvía a los particulares, con una Cédula detallada de las piezas firmada por el gobernador, para que pudiesen usar del mismo y comerciar con las piezas. El cuarto de los lotes contenía el oro con liga de cobre o guanín, sin ley conocida, no se fundía, sino que únicamente se pesaba, descontándose del peso los quintos y derechos del ensayador y del tesorero, y se entregaba a los particulares. Estos venían facultados a fundirlo y mezclarlo con otras piezas de oro, procediendo con ello a su aquilatado y marcado. En este sentido, si los particulares querían fundir oro de los cuatro tipos descritos para ajustarlo a la ley prescrita, esta norma se lo permitía y obligaba al fundidor a realizarlo, pero al considerarse refundición, el fundidor debía cobrar nuevamente sus derechos.

 
En el caso de que los objetos de oro tuviesen engastadas piedras o joyas, no se obligaba, pero si se facultaba, a separarlas para proceder a su fundición, y en ambos casos devengaban también derechos para el ensayador y la Corona. Además, una vez realizados el marcado y aquilatado, solamente se permitía que estas piezas fueran llevadas a fundir en los días y horas establecidos. Asimismo, una vez quintado y marcado el oro, se permitía su circulación y envío a los reinos de Castilla y a cualquier provincia o isla de las Indias, prohibiéndose su exportación a cualquier otra parte.

 
 En cuanto al oro y plata de minas o ríos, se ordenaba también su recogida y ensaye. Por este procedimiento, todo el oro estaría marcado con los punzones reales, quilatado y con ley conocida, y la Corona recibiría, además del quinto, los derechos de uno y medio por ciento. El registro de estas actividades se encomendaba a los oficiales reales, y el Tesorero llevaba los libros reales, siendo la pena en caso de contravención la pérdida de sus oficios y la de la mitad de sus bienes. Todo ello se entendía por encima de cualquier orden, costumbre o sentencia que pudiesen dictar los tribunales. Debido a una extendida costumbre, por la que se procedía con los tejos y barretones de oro en pasta como con las piezas labradas, y que consistía en solamente quilatar las puntas de los mismos, como ya vimos, se ordenó que dicho aquilatado debiera de realizarse por fundición de las piezas en las Casas de Fundición. Con ello, además de cobrarse los quintos y derechos reales que realmente correspondían, se intentaba que la ley del oro fuese conocida y que no se perjudicase al comercio.

 
En cuanto a la plata, desde tiempos de Felipe IV se ordenó, con motivo de los fraudes observados, que las piñas y planchas de plata llevadas a fundir en barras previamente se partieran en pedazos, para comprobar que dentro de las mismas no se hallase otro metal que no fuese plata. En caso de que esto sucediese, el propietario debería satisfacer el cuádruplo de su valor, aplicado en terceras partes al Fisco, el Juez y el Denunciante, aún en el caso de que alegase que las compró así. Tanto para el oro como para la plata, se prohibía taxativamente que se mezclasen o aleasen con ningún otro metal, bajo pena de muerte y confiscación de todos los bienes, que quedaban en provecho de la Real Hacienda. La ley había de constar en los tejos y barretones de oro ensayado, y por tal había de circular.

 
 La plata, asimismo, solamente se podía fundir en barras con la ley que había salido de la mina. En el caso de que los poseedores del metal ya ensayado y quintado quisiesen volver a refundirlo, se prevenía que dicha operación fuese supervisada y fiscalizada por los oficiales reales. Así, tras registrar en el Libro de Remaches los quilates, ley y cantidad de la partida, levantándose escritura de todo ello firmada por los propietarios y los oficiales, se procedía a su refundido y ensayado. Esta operación devengaba el uno y medio por ciento, se volvía a marcar el oro y a registrar nuevamente en el Libro de Remaches por su nueva ley, quilates y peso.

 
 Los poseedores de metal precioso, tanto de minas como de rescates, solamente podían llevarlo a ensayar y fundir a la Casa de Fundición, y además no podían introducir en la misma más partidas de las que realmente habían obtenido de sus explotaciones. Esta prohibición era general, y afectaba a todos los habitantes de las Indias sin excepción. La contravención de esta norma llevaba aparejada la pérdida de todos los bienes del infractor, en el caso de ser minero, y la pena de cien azotes y destierro si se trataba de un rescatador. En relación con lo anterior, nadie que no fuese dueño de minas, ya fuera español, mestizo o indio, podía vender ningún género de metales. La pena prevista para esta infracción era de su pérdida y una multa de cien pesos la primera vez, y doscientos la segunda, tanto para los vendedores como para los compradores. En el caso de una tercera reincidencia, la pena prevista era de destierro perpetuo de las minas en diez leguas alrededor.

 
A pesar de estas prohibiciones, hubo fundiciones clandestinas al menos desde 1503, para eludir el pago del quinto y los derechos de fundición y ensaye. Era fácil construir un horno en un corral donde fundir oro y plata en barras o tejos, de ley desconocida incluso para el fundidor. La generalización en la circulación de oro de baja calidad y sin quintar, conocido como corriente, hizo que se convirtiese en la moneda más habitual. Su unidad de cuenta era el peso de oro corriente, de baja ley y valor variable.
 

 Fuentes

RLI.- Recopilación de las Leyes de los Reinos de las Indias.
RLI, Lib. IV, Tít. XXIX, Ley I, Que el oro de rescates con los Indios, labrado en piezas, se quilate, funda, marque, y quinte, Carlos I. Barcelona, 14 de septiembre de 1519.
RLI, Lib. IV, Tít. XXII, Ley II, Que se ensaye, y funda el oro, y plata, y corra por su valor, y ley, Carlos I, Lérida, 8 de agosto de 1551.
RLI, Lib. IV, Tít. XXII, Ley XIII, Que se cobre vno y medio por ciento de fundicion, ensaye y marca, Carlos I, 5 de junio de 1552.
RLI, Lib. IV, Tít. XXII, Ley III, Que la ley del oro en texos, y barretones se ajuste por ensaye, y siendo labrado en joyas, baste por las puntas, Carlos I, Toledo, 30 de junio de 1525.
RLI, Lib. IV, Tít. XXII, Ley XV, Que las piñas, ò planchas, que se fundieren, se partan primero para el efecto, que se declara, Felipe IV, Zaragoça, 1 de Iunio de 1646.
RLI, Lib. IV, Tít. XXII, Ley IIII, Que el oro se funda sin mezcla de otro metal, y corra por su valor, Carlos I, Toledo, 4 de noviembre de 1535.
RLI. Lib. IV, Tít. XXII, Ley V, Que no se pueda echar liga en la plata para fundirla en barra, Felipe IV, Zaragoça, 1 de julio de 1646.
RLI, Lib. IV, Tít. XXII, Ley VI, Que en los remaches de oro, y plata se guarde la forma de esta ley, Felipe II, Zaragoça, Ord. 60 de 1579.
RLI, Lib. IV, Tít. XXII, Ley VII, Que ninguno funda oro, ni plata de rescate, ni à lo que se sacare de las minas eche mas señal, que la suya, Felipe II, Valladolid, 17 de mayo de 1557.
RLI, Lib. IV, Tít. XIX, Ley XII, Que el que no fuere dueño de minas no pueda vender metales, Felipe III, Ventosilla, 17 de octubre de 1617.

 
Bibliografía

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CESPEDES DEL CASTILLO, G., "Las cecas indianas en 1536-1825" en ANES Y ÁLVAREZ DE CASTRILLÓN, G., Y CÉSPEDES DEL CASTILLO, G., Las Casas de Moneda en los Reinos de Indias, Vol. I., Madrid, 1996.
DASÍ, T, Estudio de los Reales de a Ocho llamados Pesos — Dólares — Piastras — Patacones o Duros Españoles, T. III , Valencia, 1951.
D’ESPOSITO, F., “El oro de La Española: producción y remesas para la Real Hacienda”, en BERNAL, A.M., (ed.), Dinero, moneda y crédito en la Monarquía Hispánica, Madrid, 2000, pp. 203-211.
ECKFELDT, J.R., DU BOIS, W.E., A manual of gold and silver coins of all nations, stuck within the past century, Philadelphia, 1842.
SOLÓRZANO PEREIRA, J., y VALENZUELA, F.R., Política indiana, 2 vol., Madrid, 1739.