Los funcionarios
reales desempeñaron, sin lugar a dudas, una importante labor en las actividades
mineras de la América española, lo que contrasta con la inactividad que se
observa para ellos en otras actividades realizadas en los Reinos de las Indias.
Ello se debió principalmente a que la minería fuese la principal actividad
económica del territorio, lo que conllevaba que la recaudación de los impuestos
se realizaba in situ. Además, al ser
la Corona la propietaria de las minas, aunque las mismas estuviesen cedidas a
los particulares, cobraba por ello el quinto real, principal medio de
financiación de la Real Hacienda en las Indias, a lo que se sumaban los
ingresos procedentes de otras actividades conexas, como los derechos de
acuñación de moneda y los de la venta de mercurio.
Desde 1723 se
cobró únicamente el diezmo de lo extraído, ya fuese oro o plata, en una medida
tendente a fomentar la explotación de las minas rebajando los tributos que dio
como resultado un incremento en los ingresos de la Real Hacienda. Esta medida
ya se había tomado en 1548 para los mineros, si bien el que no lo fuese debía
seguir satisfaciendo el quinto real. A partir de 1776 se conservó el 10% de la
plata, pero se rebajó a un 3% los derechos a satisfacer por el oro, si bien se
conservó el nombre de quinto.
El Alcalde Mayor de minas era un cargo
proveído por los virreyes y presidentes de las audiencias, y las leyes dictadas para su provisión desde la
época de Felipe III incidían especialmente en que tuviesen las cualidades
necesarias para llevar a cabo su actividad. Su salario, así como el de los
Veedores desde época de Felipe II, provenía de los aprovechamientos de las
propias minas por ellos administradas,
no de cualquier otro tipo de ingreso de la Real Hacienda.
Toda vez que el oficio consistía en
administrar los yacimientos mineros, se les prohibía que contratasen con los
mineros o con cualquier otra persona, por sí o por medio de intermediario. Esta
prohibición alcanzaba al rescate y compra de metales, preciosos o no. El
incumplimiento de estos preceptos llevaba aparejado la pérdida del oficio y el
pago del cuádruplo del valor de lo contratado, y para los mineros el destierro,
al arbitrio del juez competente.
Tanto los Alcaldes Mayores como los
demás altos funcionarios de las minas, como el Juez y el Escribano, tenían
incompatibilidad para ser titulares de una compañía con los dueños de las
minas, y no podían durante su mandato
hacer diligencias para descubrirlas, ni por ellos mismos ni por medio de
intermediario. En caso contrario, se les imponía la pena de pérdida del oficio
y una multa pecuniaria de mil pesos de oro a favor de la Real Hacienda.
En cuanto a los Escribanos de minas y
sus Registros, estaban sujetos al examen de las Audiencias de los distritos
donde estuviesen ubicados. Estos Escribanos Reales debían asistir
necesariamente a las almonedas, quintos y
fundiciones de metales preciosos, sin poder delegar su asistencia en un
Teniente, salvo en el caso de enfermedad o causa justificada, bajo
apercibimiento de pérdida del oficio.
Las Instrucciones relativas a los
Escribanos Mayores de Minas fueron dictadas en tiempos de Carlos I y Felipe II,
permaneciendo vigentes en toda la época de los Austrias. Los Escribanos Mayores
de Minas, Registros y Hacienda Real debían recibir por parte de los Oficiales
Reales relación de todas las haciendas, casas, ganados, rentas y demás
propiedades reales que hubiese en la provincia o territorio, para que
conociesen el importe del principal, réditos y aumentos de la Real Hacienda.
Asimismo, debían estar informados de los salarios, mercedes y situaciones
consignados en las Cajas Reales por las nóminas de las libranzas de los
Contadores.
Debían tener un Libro Registro de
aquellas personas con licencia para obtener los metales, donde se consignaba su
juramento y el día, mes y año en que eran concedidas. Su residencia estaba
fijada en las fundiciones y refundiciones, donde llevaban el control de las
licencias antes vistas y de las
cantidades de metal llevadas a fundir, en un Libro Registro, donde anotaban el
nombre de los que traían metales a fundir, la parte satisfecha a la Real Hacienda
y su entrega al Tesorero.
Se señalaban días de la semana para
quintar los metales y las piedras preciosas, que debían ser comunicados al
Escribano para que estuviese presente. Si por alguna razón se tuviese que
quintar en otro día no señalado previamente, había de avisarse igualmente al Escribano,
que había de registrarlo en su Libro, y el registro debía ser firmado por él
mismo y por el Tesorero. Asimismo, debía de estar presente y registrar los
pagos por cuenta de la Real Hacienda, y los cobros de los almojarifazgos.
El Escribano venía obligado igualmente
a tener libro de cargo del Tesorero. Los libramientos que realizase para el
Tesorero para el pago por parte de la Real Hacienda debían ir sobrescritos por
el mismo Tesorero receptor, dando fe de que se había relacionado en sus libros.
En el caso de que esto no se produjese, no se podía proceder a realizar ningún
pago. Los Contadores y demás oficiales tampoco podían realizar cargos sin que
el Escribano estuviese presente y tomase relación en su libro, donde firmaban las
personas que lo recibían.
Asimismo, el Escribano Mayor era el
encargado de llevar la cuenta y razón de los metales, perlas y piedras
preciosas que entrasen o saliesen de la Real Hacienda. Venía obligado a remitir
a la Corona y al virrey o la Audiencia correspondiente relación de sus
actividades, para que se proveyera y remediara lo que conviniese, bajo
apercibimiento de que su incumplimiento estaba penalizado con una multa de cien
pesos de oro, a beneficio del Fisco.
Las actividades
mineras favorecieron el desarrollo de actividades financieras y bancarias. Los aviadores abastecían a los mineros de
aperos, víveres y ganado a cambio de piñas de plata, en muchas ocasiones con un
margen de beneficio muy alto. También apareció la figura del afinador de plata, que compraba a los
mineros sus piñas para a su costa convertirlas en barras afinadas. Y, como
sucedió en la Península, también aparecieron los mercaderes de la plata, que se
especializaron en la compra del metal a los mineros, aviadores y afinadores y
su conversión en moneda en las cecas, pagando a sus proveedores en moneda.
Según Elhúyar,
los mercaderes de la plata compraban a los mineros sus metales con un descuento
que usualmente era de un real o ¾ en cada marco de plata y 3 pesos y un real en
el oro, sin consideración a su ley. Para Donoso, la razón de la existencia de los compradores de oro y plata radicaba en la necesidad
de beneficiar los metales para que tuviesen la ley requerida para su
amonedación, dado que en el siglo XVI esta labor no se llevaba a cabo en las
Casas de Moneda. Murray afirma que la
venta de la plata del rey a los mercaderes se convirtió en una práctica
habitual en el reinado de Felipe II, dado que así el rey podía disponer de
moneda rápidamente, y se dieron órdenes para que esta plata se labrase en
moneda de a ocho y cuatro reales, mientras que la de los particulares se
hiciese en moneda menuda.
Con el fin de
asegurarse el suministro, los mercaderes de la plata celebraban con los mineros
y los refinadores contratos para la compra en exclusiva o contratas de
comisión, y en ocasiones contratas de depósito, por las que el mercader
entregaba en efectivo la moneda que necesitase para sus negocios cuando la
necesitase y recibía a cambio el metal que refinaba o extraía.
Los mercaderes
de metales preciosos llegaron a unirse en ocasiones para formar compañías, y en
Nueva España llegaron a aceptar préstamos a plazo fijo a cambio de un interés
de un 5%. Ello llevó a que su financiación fuese mucho mayor y un mayor volumen
de operaciones, que llevó a que los fundidores y aviadores más modestos se
convirtiesen en su agentes o empleados.
Estos mercaderes
se dedicaron simultáneamente a otras actividades financieras, dado que el
beneficio obtenido por marco de plata era reducido, cuatro maravedíes en el
caso de que la ley marcada en las barras fuese real y se comprasen a buen
precio. Dichas actividades eran las de banquero, exportador y cambistas de
metales preciosos, tanto en pasta como en moneda.
Su apogeo llegó
en la primera mitad del siglo XVIII, pero a partir de 1730 comenzó su
decadencia, dado que las cecas disponían de los fondos de maniobra necesarios
para pagar las pastas en metálico, sin necesidad de intermediarios. La
posterior creación de bancos de avío o de rescate, que daban créditos a los
mineros con intereses muy bajos, hicieron innecesaria esta figura. Las reformas
borbónicas crearon los Tribunales de Minería en 1776, los Bancos Mineros en
1784 y las Escuelas de Minería en 1792.
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CESPEDES DEL CASTILLO, G., "Las cecas indianas en
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