lunes, 24 de junio de 2019

Galanos, redondos o Royals: las macuquinas más bellas

Publicado en El Sitio nº 31, Junio 2019, pp. 9-11
http://iunuy.org/flop01/wp-content/uploads/elsitio/ElSitioNº31.pdf

Tradicionalmente se viene conociendo con los nombres de monedas de presentación, redondos o royals a un tipo de monedas acuñadas a martillo que destacan por su belleza y su perfecto acabado, que contrasta con la mala calidad y descuidada labra generalizadas de las monedas emitidas en los Reinos de las Indias en los siglos XVI y XVII, conocidas como macuquinas o de cabo de barra –en inglés, cob coins-.  Desde los estudios de Lazo se sabe que estas monedas esmeradamente acuñadas se conocían en la Casa de Moneda de Potosí con los nombres de reales de a 66 reales el marco, 8 pesos 2 reales el marco y galanos

El nombre más arraigado entre los coleccionistas y numismáticos estadounidenses es el de Royals. Su origen se encuentra en un mito creado por el comerciante neoyorkino Hans M. F. Schulman, que a finales de los años sesenta del pasado siglo se refería a ellas como “…una moneda no acuñada para el público, sino exclusivamente para el Rey”. En España las Casas de Subastas se solían referir a ellas como de Tipo Real, y el nombre normalmente utilizado por los investigadores ha sido el de redondos

Para clasificar una moneda como redonda o Royal se tienen en cuenta normalmente una serie de características. Este tipo de monedas fueron acuñadas en un flan grande y redondo, con su peso legal completo. Es notorio que fueron acuñadas con gran esmero, poniendo gran cuidado en el grabado de sus motivos e incluyendo la orla exterior o gráfila de puntos en ambas caras de la pieza. Es importante asimismo que en las mismas estén recogidas las leyendas completas en ambas caras. En general, pero no en todos los casos, las matrices se preparaban para que ambas caras fueran perfectamente simétricas y con idéntica orientación. Es muy habitual que las mismas estén agujereadas, lo que parece mostrar que pudieron ser utilizadas como medallas o joyas. 

En ocasiones se encuentran en las subastas ejemplares de monedas macuquinas de tipo regular, aunque fueron acuñadas con los mismos troqueles que las que habitualmente se producían, mientras que en las emisiones conocidas como galanos se utilizaban troqueles especialmente preparados para su producción. Existen también reales de a ocho acuñados en la Casa de Moneda de México en 1714, labrados en una prensa de tornillo, que en ocasiones se consideran como tales.

A la fecha se desconoce si estas emisiones realizadas en ocasiones especiales recibían una autorización especial de las autoridades. Pero no cabe duda de que la práctica de su acuñación fue generalizada, dado que se encuentran ejemplares en un dilatado espacio de tiempo en las Casas de Moneda de Potosí, Lima y México. Según Craig, el ejemplar más antiguo que se conserva es un redondo de la Casa de Moneda de México acuñado en 1639. Otros autores adelantan la primera emisión a 1573, como Sedwick, o en torno a 1607, como Glenn Murray, ambos de la misma ceca mexicana. Los primeros galanos potosinos fueron según Lazo acuñados hacia el año 1630.

La teoría de que fueron especialmente acuñados para su remisión al Rey se contradice con el gran número de ejemplares que se conservan, y con el hecho de que la mayor parte de ellos nunca salieron del continente americano. De hecho, las monedas remitidas a la Península como muestras eran elegidas al azar, y no se han encontrado ejemplares de galanos en los naufragios, salvo en el caso de las royals de oro que han aparecido en el pecio de la Flota de la Plata hundida en 1715, mezcladas con otras monedas corrientes. 

Podría tratarse de monedas de presentación o de prueba, o incluso de muestras realizadas por los maestros grabadores de las Casas de Moneda para enseñar a los aprendices. También se ha defendido su posible uso como medallas o arras, lo que justificaría la gran cantidad de ellas conservadas que tienen un agujero para ser colgadas, o incluso que algunas de ellas fuesen doradas, posiblemente en las mismas cecas. En todo caso, tanto en su ley como en los tipos coinciden con las monedas emitidas para la circulación. 

Glen Murray es de la opinión de que estas emisiones fueron realizadas, como asimismo sucedía en el Real Ingenio de Segovia con los cincuentines y centenes, como piezas de ostentación. Con su labra, los mercaderes de la plata obtendrían bellos ejemplares que poder regalar como un presente especial. Fernando Chao defiende que eran utilizadas como exvotos o arras en las iglesias, y que su uso como moneda, con resellos de las repúblicas centroamericanas desde mediados del siglo XIX, se debió a los saqueos llevados a cabo durante las Guerras de Independencia. 

Se conservan galanos acuñados en plata en todos los valores del sistema, salvo en los cuartillos. Los únicos ejemplares batidos en metal áureo proceden de la Casa de Moneda de México, y provienen casi sin excepción del gran naufragio en el Palmar de Aiz o Ayx,  cerca de Cabo Cañaveral, Florida, en 1715. No se produjeron cada año, y de hecho su producción parece bastante aleatoria. Son más habituales los ejemplares de ocho reales, siendo mucho más escasos en general los de las denominaciones inferiores. 
Es importante también, en referencia al mercado numismático, su escasez. Se conservan para algunos años múltiples ejemplares, en ocasiones con diferentes matrices, mientras que otros ejemplares son únicos. En general, son muy escasos los acuñados en el siglo XVII en cualquiera de las Casas de Moneda. Mientras que son más abundantes los emitidos en Potosí, los de facial de medio real son más comunes en la ceca de México, donde al parecer fueron batidos durante el reinado de Felipe V. Escasísimos son los acuñados a nombre de Luis I, y los últimos producidos en Potosí en el reinado de Carlos III.

Bibliografía:

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Craig, A.K. Spanish Colonial Gold Coins in the Florida Collection, A Florida Heritage Publication, University State of Florida, Gainesville, 2000.
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Sedwick, D.F., "Royals": a Cob by Any Other Name..., En Daniel Frank Sedwick, LLC, Treasure and word Coin Auction 12, live on the internet, october 25-26 2012.

lunes, 6 de mayo de 2019

La política monetaria de los primeros monarcas de la Casa de Austria

Publicado en UNAN Numismática, marzo-abril 2019, pp. 5-11

https://drive.google.com/file/d/1g1EmRIvUZ9l34Zj5zL1fT5Rb_cz9APNm/view?fbclid=IwAR0yQMsppBCz8JiN185tJxJksxnpduEWjdZcjDN_haLsBZtarJcOXInuQrc


Bernal afirma que la Corona de Castilla creó para su época el entramado más complejo y eficaz hasta ese momento conocido en cuanto concernía a política monetaria. El control comenzaba con el de los veedores en las fundiciones y en la obligación del ensaye de los metales preciosos, y continuaba con el registro de entrada en la Casa de Contratación de la plata procedente de los Reinos de las Indias, la intermediación de los mercaderes de la plata, las funciones reguladoras de la oferta monetaria de la Casa de Moneda de Sevilla y el papel de la Bolsa de la Lonja de las Gradas y el de Banco Central que ejercitaba la propia Casa de Contratación.
  Como expone María Ruiz Trapero, la moneda siempre ha servido de documento al poder político para comunicar a través de sus improntas monetarias lo más destacado de su mandato, lo que interesaba dar a conocer a los usuarios, porque al ser numerario circulante rebasaba los límites geográficos del territorio por ellos controlado. A su entender, un buen ejemplo de la importancia de este vehículo de difusión fue que en las improntas de la moneda de los Reyes Católicos se reflejaba la transformación del Estado Medieval al Moderno. 
  Javier de Santiago recoge que la emisión y fabricación de moneda es un atributo exclusivo del poder político, y en el caso de la Corona de Castilla, el Fuero Viejo ya especificaba que la moneda pertenecía al señorío natural del Rey. Este ius monetae le otorgaba la capacidad de alterar todas las características de las monedas, tanto en lo referente al peso y ley del metal que contenían, como a los tipos y leyendas utilizados. Este recurso fue utilizado recurrentemente por los monarcas de la Casa de Austria para financiar unos gastos en constante incremento. Alexander del Mar explicaba cómo  la medida tomada por Felipe III de doblar el valor de la moneda de vellón era similar a las que anteriormente habían llevado a cabo Enrique VIII y Eduardo VI en Inglaterra, y sus consecuencias en España habían sido la práctica suspensión de pagos en moneda de oro y plata y la aparición del premio.
  La relación bimetálica entre las monedas de oro y plata, fue uno de los grandes problemas de los sistemas monetarios europeos, no solamente del español, durante toda la Edad Moderna. El sistema monetario castellano era similar a los existentes en toda Europa durante el siglo XVI, con moneda de oro y plata de alto facial y moneda de vellón en los valores más bajos del sistema. Para García Guerra el problema de las sociedades que utilizaban moneda de los tres metales era que el sistema difícilmente se podía mantener estable si se acuñaba moneda fraccionaria con contenido metálico igual  su valor nominal, dado que las relaciones del mercado hacían fluctuar su valor y las autoridades debían o bien modificar continuamente su la proporción legal entre las distintas monedas o bien desaparecerían de la circulación uno u otro tipo de monedas. Estas modificaciones alcanzaban asimismo a las monedas de cuenta.
  La relación bimetálica consiste en el valor estimado para una cantidad de oro en plata, que ni se mantuvo constante en el tiempo ni fue la misma en cada uno de los Estados del continente. Debido a ello, era posible obtener un beneficio con solamente transportar moneda de un país a otro, por lo que las autoridades de los Estados usaron como práctica de atracción de los metales nobles la modificación de dicha paridad. Los excesos en la paridad suponían la desaparición del mercado de la moneda minusvalorada. Asimismo, y aún con las diferencias que existían entre los diversos territorios, sí que se observa en toda Europa la progresiva depreciación de la plata con respecto al oro.
  Como afirmaba Elhúyar, durante la Edad Moderna existió la preocupación de adquirir ambos metales preciosos en todas las naciones y por sus más distinguidos políticos, como prueba de lo ventajoso que era el comercio para los que lo percibían, por la idea que se tenía de que en ellos residía la verdadera riqueza. En la misma fundaban la medida para determinar a cuál de ellas los intercambios eran favorables, dándole el especioso nombre de balanza de comercio.
Los monarcas de esta dinastía intervinieron en muchas ocasiones en el sector monetario, tanto para regular la oferta monetaria con las necesidades de los mercados como para obtener unos ingresos adicionales para hacer frente al desequilibro entre los ingresos y gastos públicos. Para ello, sus manipulaciones fueron fundamentalmente en la línea de aumentar o disminuir la emisión de moneda, las alteraciones en el valor del vellón y los ingresos derivados del señoreaje, que era la imposición que se cobraba por la acuñación.
  Como recoge Glen Murray, es a partir de la Cédula de Felipe II de 7 de noviembre de 1567 dirigida al tesorero de la Casa de Moneda de Sevilla para el cobro del señoreaje, que posteriormente se extendió a los tesoreros de las demás cecas, cuando se tienen estadísticas casi completas de las cantidades de moneda acuñadas en oro y plata en las cecas castellanas. De su estudio se desprende que durante el reinado de Felipe II el 72% de toda la plata y el 87% de todo el oro batido en las cecas peninsulares se acuñó en la Casa de Sevilla, y que otras cecas quedaban inactivas durante largos periodos.
  La clave para la estabilidad de todo el sistema se encontraba en el cumplimiento de la premisa de que los valores de las monedas en circulación estuviesen correctamente ajustados en sus valores intrínsecos y nominales. Junto a ello, debía controlarse directamente la cantidad de moneda menuda en circulación, para que sirviese exclusivamente para las transacciones menudas, mediante la autorización de su labra y la limitación en las emisiones. 
  El tratamiento de las diversas especies monetarias fue desigual, dado que en las emisiones de oro y plata se observa una continuidad y una estabilidad que contrasta con la manipulación continuada de las de vellón, básicamente con fines recaudatorios. Según García del Paso, la circulación de la moneda de oro era muy escasa a finales del siglo XVI, y el sistema trimetálico se habría convertido de facto en un sistema bimetálico, basado en la plata y el vellón. Según Ulloa la moneda acuñada en los tres metales entre 1566 y 1598 rondaría los 70 millones de maravedíes, y hacia 1597 estima que la oferta monetaria estaría alrededor de los 20 millones de ducados.  
  En la misma línea Ruíz Martín afirmaba que en Castilla se consolidó una situación de doble moneda que funcionó de una moneda un tanto irracional, dado que siendo el país de la plata fue el vellón el que circuló, generalmente sin conflictos. La moneda de vellón servía a su entender para pagar todo lo cotidiano, además de tener capacidad liberatoria plena para el pago de impuestos, lo que suponía que todas las rentas recibidas por la Corona eran señaladas en moneda de cuenta y pagadas en vellón.  
  Akira Motomura estima que esta política estaba basada en unos principios muy racionales, por los que las monedas de oro y de plata, auténticas divisas de su época, debían conservar su excelente calidad, mientras que las emisiones de vellón, cuya emisión era monopolio de la Corona y, además, circulaban únicamente en el mercado interior, eran susceptibles de proporcionar por medio del señoreaje o su manipulación ingresos importantes para la Real Hacienda.
  Una posible solución para facilitar las transacciones más corrientes y evitar los graves problemas que se produjeron en la circulación monetaria hubiera sido la labra de moneda de plata de pequeño módulo en cantidad suficiente. Toda vez que la acuñación en metales nobles era normalmente realizada por cuenta de particulares, la Corona intentó en varias ocasiones dictar normas obligándoles a hacerlo en moneda menuda, lo cual, según los trabajos de Carlos Álvarez, no produjo los resultados perseguidos.
  En este sentido encontramos un ejemplo en el Teatro de la Legislación Universal de España e Indias, T. VI, Ley XVIII, en la que se ordenaba que la plata de particulares labrada en las Casas de Moneda debía serlo por terceras partes una en reales y medios reales, otra en reales de a dos y una tercera en reales de a cuatro, posibilitándose a que la mitad de este último tercio se acuñase en reales de a ocho, bajo pena de pérdida de oficios y prendimiento de la mitad de sus bienes a los oficiales y tesorero, y de la pérdida de la moneda para los particulares que excediese de los porcentajes fijados en esta ley. 
  Para Carlos Álvarez, el equilibrio entre monedas de valores distintos es un bien público, y corresponde a la autoridad monetaria su provisión, pero en un sistema en el que las emisiones de plata no eran un monopolio de la Corona, los altos costes relativos en los que se incurría con la labra de moneda de los valores más bajos desincentivaba a los propietarios de la plata, y producía un desequilibrio a favor de las de mayor módulo. La Corona, que pudo haber actuado más contundentemente en este sentido, no lo hizo por intereses políticos y militares.
  Lluis y Navas defendía que la situación política internacional influyó en la situación económica y por ende en la legislación monetaria, unas veces directamente, como sucedió con las prohibiciones de la saca, y otras indirectamente, citando las medidas para coartar los delitos monetarios a que predisponía la situación político-económica. Se reguló que el coste de acuñación de todo tipo de monedas, independientemente de su tamaño, fuese el mismo, pero ello perjudicaba a las Casas de Moneda, dado que a ellos sí que les resultaba más costoso batir numerario menudo, obteniendo mayor beneficio con la labra de moneda de gran formato. Asimismo, aunque el Consejo de Castilla, los comerciantes y el público en general se quejaban frecuentemente de su escasez, nadie quería acuñar moneda pequeña con su metal precioso.
  La moneda de mayor módulo fue la más demandada en los mercados, tanto nacionales como internacionales, y fueron muy comunes los contratos en los que consta expresamente la mención de que debían ser satisfechos en moneda de plata doble, reales de a ocho o de a cuatro. El premio de la plata doble sobre la sencilla se estimaba por el Consejo de Hacienda en 1627 entre un 4 y un 5%.
  Las alteraciones monetarias, que llegaron a ser tan comunes, se debieron tanto al intento de ajustar los valores monetarios cuando se alteraba la relación bimetálica de los metales como la obtención de beneficios por parte de la autoridad emisora. Mientras que las primeras garantizaban la correcta valoración del circulante y la estabilidad monetaria, y tenían por tanto consecuencias positivas,  las segundas resultaron especialmente dañinas, no sólo para el sistema monetario, sino para el conjunto de la actividad económica.
  Varias son, según el profesor de Santiago, las causas para que el valor de la moneda de plata permaneciese invariable en la mayor parte de la época de los Austrias. En primer lugar, el prestigio adquirido por los reales de a ocho, convertida en la gran divisa a escala mundial. Para este autor,  el haber procedido a incrementar su valor hubiese producido una importante repercusión negativa en la Real Hacienda, toda vez que los asentistas de la Corona no hubiesen querido aceptarla por su nuevo valor.       
  Lo mismo podría afirmarse de las obligaciones financieras adquiridas –los juros-, de los contratos entre particulares y del comercio. A lo anterior de Santiago añade el valor ideológico de la moneda, como signo representativo de la grandeza y del prestigio del soberano que la emite, y reducir su nominal podría significar tanto como menoscabar el prestigio de la Monarquía, cuyos blasones se hallaban estampados, junto con los de la Corona de Castilla y León, en esos mismos reales de a ocho.
Para García Guerra el predominio del concepto de puridad de la moneda y el miedo a la pérdida de reputación hicieron que ni Felipe II ni sus homónimos descendientes se atreviesen a decretar la devaluación definitiva de la moneda de plata. Para esta autora, a pesar de que su política monetaria estuvo dirigida a mantener su reputación en el exterior, también estuvo condicionada para el mantenimiento del status quo de las oligarquías castellanas, dado que con el aumento de los cambios los perceptores de rentas expresadas en moneda de cuenta, como los acreedores, arrendadores y rentistas veían reducidas sus rentas en términos reales y recibían menos número de metal precioso en pago. Ello levó asimismo a que las progresivas devaluaciones de las distintas monedas de cuenta europeas no afectasen a la moneda de cuenta castellana, el maravedí, hasta 1686.
  Desde la Edad Media las Leyes de Castilla fueron muy concretas en relación con la saca de moneda, debido al conocimiento de que el numerario batido en estos reinos valía más en los demás países europeos que en los propios, y se establecieron severísimas penas para los infractores. Los súbditos fueron asimismo muy conscientes del privilegio que suponía manejar moneda de excelente ley y colaboraron activamente en su prevención. Con la llegada al poder de Carlos I, que prescindió de esta normativa, y con la actitud de los miembros de su corte borgoñona, especialmente del señor de Chievres, la prevención de la salida de moneda se convirtió en una de las reivindicaciones principales del programa comunero. Tras la derrota de las Comunidades, Carlos y sus descendientes se cuidaron muy mucho de respetar esta política.  
  Si bien el objetivo de la política monetaria con respecto a los metales nobles fue durante esta dinastía el de evitar su saca, equiparando el valor de la moneda en circulación con el que tenía en el extranjero, no se consiguió, dado que la moneda siguió saliendo como pago de las mercancías adquiridas, aunque el precio de los metales estuviese ajustado. Para María del Mar Royo un factor que contribuía a la sangría de moneda fuerte por la provincia de Guipúzcoa era que hacia 1555 el real de plata castellano estaba valorado en Francia en 40 maravedíes, mientras que su valor nominal en Castilla era de 34, y era esa diferencia de valor  y la ganancia obtenida lo que impulsaba a los franceses a adquirir los reales de plata a cambio de sus productos y sus monedas desgastadas, quebradas e incluso falsas. La principal producción exportable de Castilla era la plata, y su elevado valor en términos de moneda de cuenta dificultaba la exportación de otros productos.
  La salida de metales preciosos de Castilla se autorizó a partir de 1552, para la financiación de la Santa Liga, y los destinos más importantes de los mismos fueron Italia y los Países Bajos. A este último destino se podía acceder o bien cruzando el Mediterráneo y atravesando después los Alpes, o directamente a través del Atlántico y el Canal de la Mancha, si bien desde 1570 la forma más utilizada fue la primera, siguiendo la ruta Madrid-Barcelona.
  La Corona tuvo sumo cuidado en el control de las cecas y su organización, así como de las acuñaciones y su valor, peso y ley. En el caso castellano, se observa la relativamente tardía consideración de las acuñaciones como fuente de ingresos fiscales para la Corona. Así, los derechos de señoreaje, los primeros en ser aplicados y casi los únicos vigentes en el siglo XVI, fueron instaurados por Felipe II, que los añadió a los importes que se venían cobrando hasta ese momento en concepto de gastos de acuñación.
De este derecho estaban exentos, aparte obviamente de la Corona, algunos particulares, y se cobraba en la misma ceca. Como reflejan los estudios de Pérez Sindreu en la ceca de Sevilla, de los 400 maravedíes por marco de oro y 50 maravedíes por el de plata se pasará a cobrar por este concepto en 1609 440 maravedíes por marco de oro, y en 1686 113 maravedíes por marco de plata. En el siglo XVII, los mayores ingresos se obtuvieron por el resello de la moneda de vellón.
  Las disposiciones que ordenaban las emisiones de nuevas especies monetarias durante esta dinastía y la subsecuente se encontraban normalmente acompañadas de precisas instrucciones para la retirada del circulante anterior en plazos determinados. La frecuencia con la que estos plazos fueron prorrogados , así como la gran cantidad de documentación de la que disponemos poniendo de manifiesto la continuidad de muchas monedas teóricamente desmonetizadas en circulación ponen de manifiesto que dichas medidas no consiguieron su primer propósito. En muchas ocasiones siguieron en circulación monedas tan gastadas que no se reconocían en ellas los cuños originales, incluso durante siglos.
  Motivos de confusión fueron asimismo la utilización de numerosas monedas de cuenta en diferentes partes de los diferentes reinos de España, tanto para la llevanza de la contabilidad como para la contratación, la circulación de moneda de un mismo valor representativo pero con gran variedad de tipos, tamaños y pesos, el mantenimiento en el sistema de monedas del mismo metal y módulo pero de distinta aleación y valoración y la circulación de monedas provinciales en otros territorios.

Bibliografía utilizada:

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martes, 30 de abril de 2019

La extracción sistemática de moneda desde América, una afirmación revisada

Publicado en Oroinformación, 30 de abril de 2019


Aún hoy en día es común en los libros de Historia Económica, Historia en general o simple Numismática a nivel mundial, y tristemente en el área iberoamericana, la visión, utilizada como paradigma del mal gobierno, de una España depredadora, que extraía pingues ingresos de un territorio de abundantes recursos naturales y poblaciones indígenas: un Imperio represor de los deseos de sus “colonias” de autonomía política y económica, derrochador, absolutista y centralista.

El análisis de la economía política española en los Reinos de las Indias realizado por las historiadoras Regina Grafe y Alejandra Irigoin muestra un panorama muy distinto, en base al estudio de la documentación fiscal, posiblemente una de las más fidedignas, procedente de numerosas Cajas Reales. En base a los mismos, concluyen que la economía política española era muy poco centralizada, y la extracción de moneda hacia la Península era muy limitada. A sensu contrario, fueron la iniciativa local, la negociación con los particulares para la captación de los recursos necesarios y el control de los flujos económicos los que determinaron la estructura de los gastos, y niegan la afirmación aún en día predominante en los libros de Historia de que los gobernantes maximizaron con su política fiscal la obtención de ingresos.

Para estas autoras, la estructura de la administración fiscal española durante tres siglos intentó maximizar el engrandecimiento y la fidelización de los distintos reinos del Imperio en lugar de buscar la obtención del mayor número de ingresos posibles. Para ello fue necesaria la cooperación con las élites locales, manteniendo la mayoría de los ingresos obtenidos en las propias Indias y permitiendo a los comerciantes locales la participación en su recaudación y en el destino de los gastos. Los principales sectores locales recibieron subvenciones directas, y los comerciantes se beneficiaron de los intereses cobrados por los préstamos a la Corona. Con ello se consiguió el mantenimiento del Imperio y su defensa durante tres centurias sin desembolsos procedentes de la Península.

Este sistema habría sido perfectamente compatible con un sustancial crecimiento económico que se produjo en el siglo XVIII, y según estas investigadoras estaba inherentemente orientado a subvencionar los sectores económicos más exitosos. Según las mismas, vista desde el estudio de su sistema fiscal, hay muy pocas pruebas de coerción o de que fuese un Estado predatorio. Fue, por tanto, una forma barata de dirigir un enorme Imperio de forma muy eficiente, en el que prácticamente no hubo tensiones internas. A diferencia del Imperio Británico, en el que los particulares podían beneficiarse de las actividades del gobierno comprando bonos y acciones, el dominio español se basó en el pacto entre las partes interesadas y la cooperación entre los ámbitos público y privado, que aumentaron la participación local tanto en los gastos como en los ingresos.

Su estudio muestra la enorme expansión del gasto público durante el siglo XVIII, desde la cifra de 10 millones de pesos en la década de 1730, más de 40 millones a finales de la década de los 80 y a 70 millones a finales de la década de los 90. En este periodo netamente expansivo del gasto, su estudio muestra una marcada tendencia a la baja de las remesas efectivamente enviadas a la Península, que se redujeron en un promedio de alrededor de un 12% en el primer quinquenio, en un 5% en el segundo periodo y cerca de un 4% en el último. Con ello, aunque las cantidades totales remitidas desde los Reinos de las Indias sin duda aumentaron, supusieron una parte modesta del gasto total a principios del siglo XVIII y residual a finales del mismo. Por ello, como afirman expresamente, lo que es más que obvio es que el imperio español no fue una maquinaria extractiva orientada a la saca de recursos americanos hacia la metrópoli, incluso en momentos de máxima tensión fiscal, durante las guerras que se libraron en Europa.

La mayor parte de la redistribución de los ingresos obtenidos se realizó entre las distintas Cajas Reales, en un sistema muy descentralizado que se potenció en el transcurso del siglo XVIII. Tanto las Cajas grandes como las pequeñas podrían ser beneficiarias netas o pagadoras en un periodo, o meras intermediarias, y los flujos podían variar de un año a otro. Los mayores beneficiarios del sistema eran los grandes puertos comerciales, como Veracruz, Buenos Aires, La Habana y Cartagena de Indias, y Montevideo o Valparaíso en menor medida. En cuanto a su destino, los pagos de intereses por deudas nunca supusieron más del 7% del gasto total, mientras que los gastos civiles y los pagos de salarios representaron casi la mitad del monto total. En circunstancias excepcionales, los comerciantes suministraban al Estado grandes cantidades de fondos para hacer frente a gastos administrativos o militares.

Durante el siglo XVIII se produjo una expansión de las Cajas Reales desde las 35 en la década de 1730 a más de 70 a finales de la centuria, reflejo de la expansión territorial hacia sus límites en el Cono Sur y las regiones del norte de Nueva España, así como regiones interiores menos desarrolladas. La misma fue, como toda la presencia española en Ultramar, autofinanciada. Las circunscripciones existentes organizaron y financiaron la expansión del Estado a nuevas áreas. Por lo tanto, según las autoras, si el engrandecimiento del Imperio era el principal objetivo de la Corona española, fue sorprendentemente exitoso, casi sin costo directo para sí mismo. Por todo ello, el estudio del sistema fiscal español en los Reinos de las Indias realizado por estas investigadoras desafía la tristemente aún tan extendida caricatura absolutista del Imperio español.

En un sistema basado en la igualdad, al menos teórica, de todos los reinos de la Corona, todos debían contribuir en función de sus posibilidades a su mantenimiento. La Monarquía Hispánica fue la unión monetaria y fiscal más grande conocida por la Historia, y otros imperios que le sucedieron, como el británico o el francés, no fueron capaces hasta muy entrado el siglo XIX, y en algunos territorios no llegaron ni siquiera a conseguirlo, de dotar a sus colonias de un numerario uniforme. Ni mucho menos de llegar a unificar los territorios jurídicamente, con unos sistemas basados por un lado en colonias de poblamiento blanco, y por otro en colonias de explotación sistemática en los gobernaron tiránicamente hasta bien entrado el siglo XX.

Para saber más:

GRAFE, R., e IRIGOIN, A., “The political economy of Spanish imperial rule revisited”, www.um.es, version 2, 14 Apr. 08, 31 pp.
IRIGOIN, A., “Las raíces monetarias de la fragmentación política de la América Española en el siglo XIX”, Historia Mexicana, vol. LIX, núm. 3, enero-marzo, 2010, pp. 919-979.

martes, 2 de abril de 2019

Fausto de Elhuyar y la falacia del genocidio indígena en el virreinato de Nueva España

Publicado en Oroinformación, 2 de abril de 2019


Fausto Fermín de Elhuyar y de Lubice, nacido en Logroño el 11 de octubre de 1755, fue un notable químico e ingeniero de minas, y ha pasado a la historia junto a su hermano Juan José por el descubrimiento del wolframio. Catedrático de Mineralogía y Metalurgia en el Seminario de Vergara entre 1781 y 1785, fue ministro honorario de la Junta General de Comercio, Moneda y Minas, así como Director del Tribunal General de Minería de México. Asimismo, era miembro de la Sociedad Vascongada de Amigos del País, e individuo de la de Naturalistas de Berlín, de la Werneriana de Edimburgo y de la de Marburgo. 

Tras su nombramiento en 1786 como Director General de Minería de Nueva España, dedicó treinta y tres años de su vida a la potenciación de este ramo, fundando el Colegio de Minería en 1792 y el Palacio de la Minería en 1813, ocupándose de la dirección de ambos y de las visitas a los Reales de Minas del virreinato. Tras la independencia de México en 1821, volvió a Madrid, donde escribió su obra “Memoria sobre el Influjo de la Minería en la agricultura, industria, población y civilización de la Nueva España en sus diferentes épocas”.

En esta obra, imprescindible para el conocimiento de la minería y la labra de moneda en el virreinato Novo hispánico, reflexiona sobre las medidas necesarias para retomar la enorme riqueza y pujanza que la minería había tenido en el devenir histórico de este territorio. La producción minera se había colapsado con los movimientos insurreccionales que finalmente desembocaron en la proclamación del Imperio Mexicano, que según sus propias palabras llevaron al exterminio o ausentamiento de los vecinos más acomodados, el saqueo de los metales en pasta, el colapso de las vías de comunicación y el desmantelamiento de las instalaciones industriales y productivas.

Este importante escritor dedicó un estudio dentro de la obra, en su nota 4º, a la impugnación del falso concepto que se había tenido del trabajo de las minas, y de las imputaciones hechas sin fundamento a las de oro y plata, y especialmente a las de América. Una de las aserciones de esta nota lleva el claro título “Que el trabajo de las minas de plata y oro es destructor de la humanidad, y ha sido de la primitiva población de este Continente”.

En cuanto a la primera afirmación, referida a los estragos que la minería había producido a la humanidad y que suponían sus defensores inherentes a la propia actividad, Elhuyar considera que comprendía dos partes. Por un lado, la relativa a la existencia de dichos estragos, y por otra la firmeza con la que se afirmaba que había sido la causa principal del aniquilamiento de los naturales de esos países después de su conquista.Desde la más remota antigüedad, según sus palabras, el trabajo de las minas había sido el desgraciado patrimonio y destino de los esclavos y malhechores condenados al mismo para purgar sus crímenes con su continua tarea, alimento muy preciso y la privación de libertad.  Reconoce asimismo que por su propia naturaleza este trabajo había sido penoso, molesto y repugnante, al practicarse a mayor o menor profundidad dentro de la tierra, y de ello se derivaban ciertas enfermedades y en ocasiones el peligro de la vida de los trabajadores.

Por ello, estimaba el autor que entre los particulares se tenía una idea funesta y espantosa sobre la minería, que inspiraban horror y aversión. Y esta visión se había perpetuado hasta comienzos del siglo XIX, momento en el que Elhuyar escribía su obra, a pesar del devenir del ramo de la minería desde que los gobiernos habían protegido estas empresas, convirtiéndose en una ocupación decente y honrosa, y se había puesto el mayor esmero en simplificar y facilitar las labores, así como en precaver los accidentes y desgracias. Por ello la gente se dedicaba espontáneamente a esta ocupación como a cualquier otra, siendo raros y usualmente casuales los accidentes, que podrían producirse según sus palabras en otros ramos de la producción, poniendo como ejemplo el de la marina.

En cuanto al segundo de los temas, que da título a este artículo, el autor estima que el mayor impacto en la población indígena se produjo en los tiempos inmediatos a la conquista, cuando estos trabajos eran superficiales y lentos, “sin las cavernas y abismos tenebrosos en que gratuitamente se han figurado sepultados”. Elhuyar se preguntaba qué molestia o impresión podría causarles que no experimentasen igualmente la agricultura, la construcción de edificios o cualquier otra actividad en las que se les ocupase, para que exclusivamente se atribuyese a la minería sus perniciosos efectos. Asimismo, se habría llevado a cabo una política de incremento de las labores, con el descubrimiento de gran número de nuevas minas.

Para el autor, nada de eso había sucedido, y era notorio que en la época en la escribía su obra los indios, no viniendo obligados ya desde hacía siglos a estos trabajos, no habían dejado de dedicarse a los mismos voluntariamente, y sin que se notaran consecuencias funestas. El rigor y la tiranía que se suponía a los dueños de las minas no habrían sido vicios inherentes a los trabajos mineros, sino defectos personales de dichos dueños. Las malas prácticas, igualmente, no habrían sido exclusivas de este ramo, y se habrían dado en las explotaciones agrícolas y en otras industrias.

Por todo ello, concluía nuestro autor que:

Por último, si unánimes los escritores convienen en haberse notado desde luego en los expresados indígenas una naturaleza débil, la propensión al ocio y mucha repugnancia al trabajo, que aún hoy día están manifestando los de su clase, nada extraño sería, que la eficacia de los primeros europeos procurara, no solo en la minería, sino también en los demás ramos, excitar su laboriosidad, por medios que sin ser verdaderamente violentos, la piedad y compasión mal entendidas calificasen de excesivos y crueles.  Así de esto, como de ponderaciones de todas clases, hubo mucho en aquellos tiempos por motivos y fines particulares, que sin el debido discernimiento han pasado a la posteridad por hechos ciertos, y que un detenido examen imparcial reduciría todavía a términos moderados, como resulta del que acaba de hacerse en orden a la pretendida mortandad causada por el trabajo de las minas”.

Fuente:

Elhuyar, F. de, “Memoria sobre el Influjo de la Minería en la agricultura, industria, población y civilización de la Nueva España en sus diferentes épocas”, Madrid, 1825.

jueves, 28 de marzo de 2019

La Casa de Moneda de Linares

Publicado en El Eco Filatélico y Numismático, nº 1.283, abril 2019, pp. 46-48

Tras las reformas monetarias llevadas a cabo en el reinado de Carlos II,  la escasez de moneda de vellón continuó, debida en gran medida al temor de que una gran cantidad de moneda de este metal estuviese en circulación. Asimismo, para su fabricación era necesario importar el mineral, lo que era muy gravoso para la Real Hacienda, toda vez que aumentaba los costes de fabricación, y su pago debía de realizarse en plata. El descubrimiento en 1676 de las minas de Linares y su puesta en explotación pareció dar una alternativa a la costosa importación. El 5 de enero de 1687 se concedió al tesorero de la ceca de Granada la labra de ochavos con este metal, aunque las labores hubieron de cesar el 14 de diciembre del año siguiente, debido a la mala calidad del metal que se empleaba para la acuñación. 
    El 11 de agosto de 1690 los hermanos Federico y Francisco Plantanida, milaneses, obtuvieron un asiento para la explotación de las minas de cobre de Linares, Baños y Vilches  varios lugares del obispado de Jaén, por cinco años prorrogables. El mismo día y año se expidió Real Cédula para que el Gobernador del Consejo de Hacienda desempeñase el destino de juez conservador y privativo de dichas minas y asiento. La puesta en funcionamiento de estas minas no pudo impedir que el cobre siguiese siendo escaso en Castilla, teniendo la Corona que recurrir a la importación de mineral para batir en otras cecas, y los caldereros recurrían a la fundición de moneda para realizar sus manufacturas.
    Los asentistas se comprometieron a entregar a la Corona el 3,3% de todo el cobre extraído, así como a producir al año unos cincuenta mil marcos de este metal, mil quintales, que quedarían a disposición de la Real Hacienda, que debía de satisfacer por ellos el precio de 3 reales de plata la libra, 51 maravedíes el marco. Toda cantidad que excediese de esos mil marcos podría ser vendida a precio de mercado.
    El precio del cobre importado era de 3 reales y 24 maravedíes la libra en puerto, al que se había de sumar los costes de su transporte hasta las Casas de Moneda. El día 6 de febrero de 1691 uno de los asentistas transportó a Madrid 90 quintales de cobre para que se batiese en la ceca capitalina moneda para el presidio de Orán, y 20 más para la fabricación de dos cañones.
    Un año después los asentistas solicitaron la autorización de emisión de moneda de cobre con el metal obtenido con la puesta en marcha de una ceca en Linares a José Ramiro Cabeza de Vaca, de la Real Hacienda. A los hermanos Plantanida se les unieron nuevos socios, Francisco de Solas, Manuel de Velasco y Fernando Portero Garcés. Por Real Cédula dictada el 28 de mayo de 1691 en el Buen Retiro, se ordenó que a los antedichos socios, en virtud del asiento recibido, se les guardasen todas las facultades y preeminencias concedidas en las ordenanzas de Indias referidas a mina, en la misma manera que las disfrutaban los asentistas de las de Guadalcanal.
    Según Colmeiro, las minas de Guadalcanal, en el partido de Llerena, provincia de Extremadura, se habían descubierto hacia 1555, y se labraron por cuenta de la Corona hasta 1576, rindiendo 400.000 marcos de plata fina, y en sus mejores tiempos de cada quintal de plomo se sacaba una arroba de plata. Su labor empezó a decaer desde 1573, haciéndose más costosa por ser más profunda, y se dieron en asiento a la casa de los Fúcares, siendo abandonadas a comienzos del siglo XVIII.
    El Consejo aceptó estos términos, pero limitó la acuñación a un máximo de un millón de ducados anuales en ochavos, por cuatro Reales Cédulas de 4 de noviembre de 1691. En las mismas se nombraba superintendente a Francisco de Tovar y Rocha, veedor a Pedro Gregorio de Piedrola y de la Cueva, ensayador a Francisco de Pedrera y balanzario a Pedro García.
    Para ello se les permitió levantar a su costa la Casa de Moneda, corriendo con todos los gastos para ello, incluidos los útiles y cuños necesarios. Se les concedió asimismo licencia para cortar la necesaria leña en los encinares y dehesas del área. Meses después, por Cédula de 10 de octubre de 1692, se nombró tesorero a Manuel García de Bustamante. Posteriormente se nombró nuevo superintendente a Francisco Antonio de Robles.
    Se fabricaron los cuños y las matrices para proceder a la amonedación, y el 13 de noviembre de 1693 se tomó juramento por el Cabildo a los oficiales mayores de la ceca. El 19 de enero de 1694 se informó al Secretario del Consejo de la inspección de la primera moneda labrada en Linares, con el certificado firmado por el Ensayador Mayor del Reino, Bernardo de Pedrera Negrete. En diciembre de ese año se embargó el cobre para su utilización para el fundido de cañones en Sevilla, incluso el adquirido por la Casa de Moneda de Valencia para la labra de su circulante propio.
    En fecha 25 de abril se nombró por Cédula nuevo veedor a Miguel Guerrero Blázquez, nombrado por los asentistas, cargo que desempeñó junto con el anteriormente ejecutado de guardamayor.  El asiento de 1690 se prorrogó por Cédula de 6 de octubre 1695, ordenándose que se siguiese con la acuñación de moneda hasta que se completase la suma antes citada, y una vez batida la Casa de Moneda, sus pertrechos y herramientas pasarían a depender de la Corona. Una Cédula de la misma fecha declaró el feble que se toleraría en las labores de vellón grueso, y la aplicación que había de darse al mismo.
    Ese mismo año, por los problemas financieros de los asentistas, la mitad del asiento se entregó a Antonio de la Torre, por una Cédula fechada asimismo el día 6 de octubre. El asiento será cedido el 12 de abril de 1697 a Antonio de la Torre,  y en fecha 31 de agosto de 1701 una Cédula aprobó la escritura de cesión a su nombre de la mitad de las minas de cobre y Casa de Moneda que les pertenecía.
    El primer ensayador de esta Casa de Moneda fue Francisco de Pedrera y Negrete, hijo de Bernardo de Pedrera Negrete, Ensayador Mayor del Reino, que realizó estas funciones desde el 17 de enero de 1692 hasta el 13 de noviembre de 1693. Le sucedió José de Merino Negrete.
    En los últimos años del reinado de Carlos II, la de Linares fue la ceca que más numerario produjo. Sus marcas de ceca fueron L y LS, y se batieron ochavos desde 1694 hasta 1719, si bien se conocen solamente monedas hasta 1717. El montante global de numerario batido entre estos años fue de 11.106.600 piezas, en una época en la que escaseaba el cobre y era requerido para batir vellón grueso.
    Las monedas acuñadas en esta ceca eran, según el Ensayador Mayor José García Caballero, las más seguras y libres de falsificaciones, dado que valían prácticamente lo mismo que el cobre en pasta, siendo su único enemigo el consumo que de ellas hacían los caldereros, que la fundían con harto poco recato, y temor à la justicia. 
    Las primeras emisiones llevan en su anverso un escudo coronado, con castillo en su interior, y la leyenda CAROLVS II D G, en la izquierda la marca de ceca y en la derecha el valor de la moneda. En su reverso viene grabado un león dentro de escudo coronado, y la leyenda HISPANIARUM REX, y a la derecha del escudo la fecha de emisión.
    A partir de 1694 se batió numerario con motivos distintos a los reflejados en la Pragmática de 22 de mayo de 1680, con fecha partida en anverso a ambos lados del escudo y en el reverso la marca de ceca LS a la izquierda del escudo y el numeral II a su derecha. Este mismo tipo, con las obvias modificaciones por el cambio del monarca reinante, fue el utilizado durante los primeros años del reinado de Felipe V, hasta el cierre de la ceca.
     En 1719 se ordenó la suspensión de las labores, en relación con la nueva labra de moneda de cobre puro en cuartos, ochavos y maravedíes en las cecas de Zaragoza, Barcelona, Valencia y Segovia. Para ello se comisionó al corregidor de Córdoba para el embargo de todos los libros y papeles, así como los materiales y los metales de la fábrica.
     Antonio de la Torre solicitó del Consejo de Hacienda el reembolso de los gastos habidos en las labores, por lo que este organismo requirió al Contador y al Corregidor de Linares le liquidasen la cuenta del cobre devengado por la treintena, y se tasase la Casa y los aperos conforme al precio de mercado. Dicha liquidación se estimó a favor de la Real Hacienda. Una vez muerto de la Torre, sus herederos siguieron pleiteando por sus derechos ante la Administración, en un proceso que se dilató hasta 1772.

Bibliografía

ÁUREO & CALICÓ S.L., Subasta en Sala 260, 27-28 de mayo de 2014.
ÁUREO & CALICÓ S.L., Subasta en Sala 276, 27 de abril de 2016.
 BELINCHÓN SARMIENTO, F., “En torno a la Casa de Moneda de Linares (1691-1719)”, Boletín del Instituto de Estudios Giennenses, Jaén, 15 de octubre de 1982, pp. 55-81.
BELINCHÓN SARMIENTO, F., “Los ochavos de la ceca de Linares”, Gaceta Numismática 123, 1996, pp. 57-69.
BURGOS, M de, Registro y Relación General de Minas de la Corona de Castilla, Primera parte, Tomo I, Madrid, 1832.
COLMEIRO, M., Historia de la Economía Política en España, Tomo II, Madrid, 1863.
FERIA Y PEREZ, R., “La industrialización de la producción monetaria en España, 1700-1868”, VI Jornadas Científicas sobre documentación borbónica en España y América (1700-1868), Madrid, 2007, pp. 155-176.
GARCIA CAVALLERO, J., Breve cotejo, y valance de las pesas y medidas de varias Naciones, Reynos, y Provincias, comparadas y reducidas à las que corren en estos Reynos de Castilla, Madrid, 1731.
MADOZ, P. Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico de España y sus posesiones de Ultramar, Tomo I, Madrid, 1847.
SANTIAGO FERNÁNDEZ, J. de, “La Real Casa de Moneda de Linares en tiempos de Carlos II: aportación numismática”, Numisma, XLIV, 234, 1994. 

jueves, 21 de marzo de 2019

La moneda y la circulación monetaria en Nueva España en el siglo XVIII

Publicado en Oroinformación, 21 de marzo de 2019.


A partir de 1680, de acuerdo con los estudios de Soria, se incrementó la mercantilización de la economía novohispana alrededor de los centros urbanos y mineros, se integró en el sistema a las comunidades indígenas y la agricultura se incrementó con el aumento de la población y de la producción minera de Nueva España, actual México, California, Texas, etc.

Durante todo el siglo XVIII la producción de metales preciosos se incrementó por la revitalización de viejas explotaciones y el descubrimiento de otras nuevas, y su crecimiento tuvo un efecto dinamizador de los demás sectores productivos. A ello se unió que la población prácticamente se dobló entre 1742 y 1810. A principios de este siglo, el virreinato tenía cerca de quinientos reales y realitos, con unas tres mil minas activas.

En la primera década del siglo, Nueva España producía la mitad de los ingresos tributarios de toda la Corona, y al final del mismo las 2/3 partes. Los ingresos fiscales tuvieron un crecimiento continuo, alrededor de un 1,75% anual, salvo en los quinquenios 1721 a 25 y 1736 a 1740, siendo los incrementos más importantes los que se produjeron entre los años 1781 a 85 y 1806 a 10, en los que la tasa llegó al 4,4% anual, debido a una creciente presión fiscal que impulsó el malestar contra la Corona.

Los nuevos impuestos supusieron un profundo cambio en el sistema impositivo virreinal, dado que si antes de 1780 las contribuciones formaban la base de las rentas reales, después de este año la miscelánea de guerra y los préstamos forzosos y voluntarios pasaron en veinte años a suponer el 65% de los ingresos. Si bien este cambio permitió un brusco incremento de los ingresos, desalentó la inversión y condujo a la caída de la producción monetaria.

La tesorería de Nueva España era la encargada de sostener el mantenimiento de las defensas y los presidios dependientes del virreinato en el Caribe, las provincias interiores y Asia, y a finales del siglo se convirtió en la suministradora de casi el 75% de las remesas enviadas a la Península, lo que suponía cerca del 25% del total de los ingresos de la Tesorería General de España en la segunda mitad del siglo.

Tras la depresión en el comercio ultramarino con Cádiz que encontramos entre 1681 y 1709, se produjo una recuperación del mismo entre esta fecha y 1722, para elevarse definitivamente entre 1748 y 1778. En el caso de Nueva España, el comercio mejoró también entre los años 1741 y 1779, y el comercio exterior se elevó considerablemente a partir de la liberación del mismo.

Las naves que volvían a la Península llevaban mercancías de cambio tanto para los particulares como por cuenta del Rey. Por cuenta de particulares transportaban plata y oro acuñados o labrados, grana, añil, cacao, algodón y varias mercancías y alimentos. Por cuenta del Rey la principal mercancía transportada era metales preciosos amonedados, muestras de monedas y alhajas, pero también cacao, cobre, chocolate, algunas especias y otros productos.

Céspedes del Castillo hace un riguroso estudio de la circulación monetaria en Nueva España partiendo de las cantidades totales de acuñación de la ceca de su capital. El mismo muestra que, con los datos disponibles y en ocasiones no coincidentes, los montantes anuales de emisiones a comienzos de la centuria oscilaban entre los tres y cuatro millones de pesos. Otra importante referencia en este tema son los trabajos llevados a cabo por Ruggiero Romano.

Según un auto del superintendente José de Veitia, autorizado por el escribano Antonio Alejo de Mendoza el 18 de marzo de 1732, entre 1715 y 1729 inclusive ambos se habían labrado en esta Real Casa 1.242.691 marcos, una onza y una ochava de plata de la Corona y 12.743.687 marcos, dos onzas y cuatro ochavas por parte de particulares, siendo los derechos de braceaje y monedaje de 1.783.633 pesos y dos reales.

Los estudios de Ruggiero Romano último muestran un colosal incremento en la producción y exportación de moneda durante el siglo XVIII en la ceca novohispana, y muy especialmente en su segunda mitad. Su exportación supuso un promedio anual de entre 10.400.000 y 15.700.000 pesos al año, siendo sus destinos, como más tarde analizaremos, el comercio de Asia y el metropolitano, la Capitanía General de Cuba y la de Venezuela y los territorios septentrionales del Virreinato. Un importe nada desdeñable se correspondería al activo contrabando.

El mayor éxito monetario del reinado de Fernando VI fue la mejora del circulante en los Reinos de las Indias. La mala calidad de parte de la moneda en los mismos, compuesta de piezas cercenadas y faltas de peso batidas con anterioridad a 1728, moneda falsa o extranjera y moneda perulera de oro falta de peso había perjudicado al comercio novohispano.

Un Bando del Virrey de 10 de abril de 1749 ordenó que la moneda batida en México, Perú o Guatemala de antigua labra debía necesariamente ser aceptada en las transacciones comerciales sin ninguna discriminación, citando explícitamente los escudos procedentes del Perú sin notoria merma de peso. Tras la publicación, las autoridades municipales y los representantes de los hombres de negocio de Puebla escribieron al Virrey trasladándole las quejas de los pobres y los comerciantes contra la aceptación de la moneda de antigua labra, toda vez que su forma favorecía el cercén, y muchos pensaban que eran falsificaciones.

La falta de aceptación de la moneda antigua se extendió por el virreinato. Los vecinos, marineros y comerciantes de Veracruz rehusaban aceptarlas, dado que se estimaba que muchos de los pesos no contenían más de cinco reales. En la misma ciudad de México no eran admitidas en las tiendas, oficinas ni establecimientos, con lo cual no podían ni los pobres comprar ni los ricos vender. Aunque el virrey volvió a repetir el Bando en fecha 6 de septiembre de ese mismo año, la oposición a su aceptación no cesó.

Para solucionar estos problemas, el virrey convocó una Junta, compuesta por el superintendente de la Casa de Moneda, el prior de la Cofradía de Comerciantes, su predecesor y destacados hombres de negocio de la ciudad de México. Dicha Junta informó que desde el 19 de julio de 1746 al 7 de octubre de 1751 la ceca había batido 1.752.877,5 pesos en medios reales, reales sencillos y piezas de dos reales.

Los oficiales recibieron instrucciones de acuñar 40.000 marcos anuales en moneda menuda de esos faciales, lo que se estimaba necesario para atender el comercio al por menor, las compras diarias en las tiendas de comestibles y el pago de salarios. La Junta estimaba que el numerario en circulación de labra antigua de pequeño módulo ascendía a entre 700 y 800 mil pesos, y afirmaba asimismo que la nueva moneda de oro y plata batida desde 1728 en circulación era muy pequeña. La razón de ello estribaba a su entender en que la merma de plata pura de un 18% en los ½ reales, del 11% en los sencillos y del 9% en los dobles habían apartado la mayor parte de la moneda de oro y plata de la circulación.

Por todo lo anterior, la Junta estimaba que sería deseable la retirada de todo el numerario de antigua labra, y uniformar el circulante mediante la emisión de moneda esférica. El problema era que gran parte de las monedas antiguas estaban en manos de los indios y de los blancos pobres, con lo que dicha reforma no fue factible, debido a los problemas que acarrearía.

En vista de ello, el virrey elevó una queja al monarca el 12 de diciembre de 1751 con motivo de los perjuicios causados por la circulación de moneda antigua, e informó al monarca que los tenedores de ella podían soportar la carga de su amortización. El día 20 de mayo de 1752 el monarca ordenó al virrey la recogida de toda la moneda antigua por cuenta de la Corona, en un plazo suficiente, a juicio del virrey, para que los funcionarios del Tesoro Real y los oficiales de ensayo estuvieran proveídos de numerario suficiente para su amortización a la par. Tras dicho periodo, las monedas antiguas sólo serían aceptadas en la Casa de Moneda por su valor intrínseco o como metal.

A comienzos del reinado de Carlos III el valor del metal amonedado en esta ceca rondaba los 12 millones de pesos, lo que en opinión de Céspedes fue debido a las reformas llevadas a cabo por Felipe V y Fernando VI. Los montantes a finales del reinado de Carlos III se acercan a los 20 millones de pesos, lo que llega a su máxima expresión con las emisiones de 1796, 24 millones, cuando todavía dura la inercia de sus reformas. Posteriormente, el importe total de la moneda batida desciende, primero lentamente y más tarde muy rápidamente.

Es clarificador el hecho de que en algunos años las cantidades de metal amonedado igualen o superen claramente la producción, lo que parece deberse a la acuñación del metal en barras o pasta, principalmente la plata, que anteriormente había circulado.  Es de suponer asimismo que parte de estos importes se deban también a la reacuñación de moneda anterior, especialmente las piezas macuquinas de la época austracista.

A este notabilísimo incremento se debería también a una Hacienda Real más eficaz y organizada, que perseguiría con eficacia creciente la evasión y circulación de plata en pasta, que evadía el pago de los derechos de braceaje y señoreaje por su acuñación.

No podemos olvidar que la moneda acuñada era el principal producto de exportación de las Indias, tanto por vía legal como por contrabando, y que las políticas liberalizadoras del comercio incrementaron el tráfico mercantil, con lo que a pesar de las crecientes emisiones cada vez había menos moneda en el mercado interior.

Un importante dato en este sentido son los esfuerzos llevados a cabo para la emisión de moneda feble, de bajo facial. Este proceso comenzó en 1733, y llegó a su punto culminante entre los años 1767 y 1809. Como afirmaba Elhúyar, la moneda feble era la de mayor disposición para los cambios y compras, y era más difícilmente exportable y utilizada por los orfebres para sus obras, por lo que se supone su mayor retención dentro del mercado interno del virreinato.

Si bien las emisiones de gran módulo, los pesos de a ocho reales, supusieron el 97% del total del valor del producto de la ceca entre 1747 y 1802, no es menos cierto, como advierte Ibarra, que entre dichos años se batieron más de 97 millones de monedas en faciales de entre dos y ¼ de real, según el siguiente cuadro:

Faciales
Marcos
Monedas
% relativo
Dos reales
662.352
22.519.968
23,1
Un real
255.816
17.395.488
17,9
Medio real
418.864
56.965.504
58,6
1/4 de real
1.291
351.152
0,4
Total
1.338.323
97.232.112
100





A finales de agosto de 1793, el Virrey Revillagigedo hizo un cuidado cálculo de las exportaciones de moneda del virreinato:

Exportación de moneda (en pesos)
Años 1766-1778
Años 1779-1791
Exportado por comerciantes
103.873.984
115.624.103
Situados para gastos militares fuera del virreinato
36.259.528
78.848.705
Del Rey, a la Península
15.027.072
29.581 .982
A Filipinas, por Acapulco
19.000.000
20.000.000
Estimación del contrabando
3.500.000
2.500.000
Total de exportaciones
177.660.584
246.554.790
Acuñación total, ceca de México
203.882.948
252.024.419
Diferencia, aumento de circulación monetaria en
Nueva España
26.222.364
5.469.629

De estos montantes, destaca el hecho de que en los años anteriores a 1778 el aumento medio anual de la moneda circulante supuso un importe superior a los dos millones de pesos anuales, lo que era necesario para una economía como la novohispana, en pleno proceso de expansión. A juicio de Céspedes, la exportación de moneda pudo tener efectos beneficiosos que estimularon el consumo interior, la producción, el comercio y el empleo, y frenó el proceso inflacionista.

La producción anual del virreinato sería según el mismo autor cercana a los 200 millones de pesos, de los que un 56%se derivarían de la agricultura, un 15% de la minería y el resto de la industria, y por tanto a su juicio era el momento idóneo para que este territorio se hubiese desarrollado en una etapa de proto industrialización, dado que también existía una clase empresarial capitalista.

La segunda de las fases, la que comienza en 1779, muestra sin embargo a su parecer una tendencia a la descapitalización progresiva, debida especialmente al esfuerzo bélico de la guerra mantenida contra Gran Bretaña y a la reorganización del comercio de este país hacia la América española, con el fin de captar los necesarios capitales para financiar su naciente Revolución Industrial.

Con ello, la salida de moneda tendió a elevarse e incluso a superar a su producción, con lo que el incremento del numerario en circulación en el virreinato fue irrisorio, una media de 420.740 pesos anuales. Toda vez que la Nueva España estaba creciendo demográficamente, y que el importe estimado para el contrabando debía ser superior, dicho circulante no debía crecer, sino disminuir hacia 1784.

Como en la propia Península y en otros lugares de las Indias, la falta de numerario se suplió con el uso de instrumentos de crédito, como las libranzas o las letras de cambio, lo que motivó un acelerado proceso inflacionista, que dio al traste, como en los demás territorios de la Monarquía, con el periodo de relativo equilibrio entre los sectores interior y exterior de su economía.

La reforma de 1772 no obtuvo los fines perseguidos de unificación de la moneda circulante. Se aprobó una oferta para que los comerciantes de México adelantasen para su amonedación 3.149.808 pesos 6 ½ reales para la retirada de la moneda de antiguo cuño, lo que suponía más o menos la octava parte de toda la acuñación de oro y plata anual en la ceca de México.

En 1776 las autoridades municipales informaron de que los beneficiarios de los monopolios y otras agencias habían sufrido importantes y continuadas pérdidas por la moneda de plata de pequeño módulo cambiada como metal, y rehusaban recibir más cantidad. En fecha 23 de enero de ese mismo año, el alcalde y el concejo la ciudad solicitaron al monarca que permitiese dejar en circulación la antigua moneda de oro en la ciudad de México, o bien que se les otorgase un plazo de gracia de 25 o 30 años.

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