lunes, 19 de septiembre de 2022

Plata y crédito. La financiación de la Monarquía hispánica en la época de los Austrias

 Publicado en Numismático Digital, 19 de septiembre de 2022

https://www.numismaticodigital.com/noticia/10981/articulos/plata-y-credito:-la-financiacion-de-la-monarquia-hispanica-en-la-epoca-de-los-austrias.html

La principal partida que componía los gastos de la Monarquía era la necesaria para mantener los ejércitos que combatían en buena parte de Europa, así como a los barcos y galeras de la Armada.  Junto a ella se encontraban los gastos propios de la Corte, aquellos necesarios para el mantenimiento del aparato administrativo y las ayudas y limosnas. El incremento del gasto supuso la búsqueda de nuevas fuentes de ingreso por la vía fiscal, con el establecimiento de nuevos tributos y la solicitud de servicios a las Cortes, los conocidos como Servicios de Millones. Durante algún tiempo funcionaron simultáneamente dos Haciendas en los reinos de Castilla: la de la Corona, controlada por el rey, y la del Reino, bajo la supervisión de las Cortes. 

Como estudia Ringrose, entre 1566 a 1609 y de 1618 a 1648 la Monarquía se vio envuelta en guerras en los Países Bajos, el norte de Francia y Alemania. Las cifras documentadas de las cantidades sufragadas o enviadas entre 1566 y 1609 y durante cerca de la mitad de los 34 años comprendidos entre 1617 y 1651 muestran un desembolso de 193.410.000 ducados, y usando promedios conservadores para los años que faltan, el total de los desembolsos españoles entre 1567 y 1651 han sido estimados en unos 220.000.000 ducados. Esto equivaldría al 45% de todos los envíos marítimos registrados de metales preciosos durante el mismo periodo. Para este autor, y dado que este inmenso caudal casi duplicó el valor monetario de los metales preciosos que el gobierno recibía por su propia cuenta, las decisiones políticas habrían detraído considerables sumas de capital en España e Italia para destinarlas al esfuerzo bélico en Europa del Norte. 

Afirma Ruiz Martín que mientras que hasta el siglo XVI las tropas habían exigido oro para el cobro de sus soldadas, hacia 1607 los ejércitos imperiales comenzaron a hacer conciertos con los mandos y las tesorerías militares, aceptando la plata como medio de pago y exigiendo que la moneda de cuenta se convirtiese en moneda real, de plata. Asimismo, demandaron para el pago de sus soldadas reales de a ocho, llamados por ellos reales dobles, porque eran más cómodos de llevar. Esto supuso que a partir de esta fecha acabasen las algaradas que se produjeron anteriormente, debidas a los impagos a estos ejércitos. 

Fue común que se remitiese plata para acuñar in situ en los territorios en conflicto. Por ejemplo, en octubre de 1551 se acuñaron en Milán con plata llegada de las Indias piezas de a ocho, de a cuatro y de dos entre los meses de octubre y noviembre para el pago del ejército, por un valor de 7.235 marcos, 1,85 toneladas. En 1567 tras la llegada del Duque de Alba a los Países Bajos, dos enormes convoyes cruzaron Francia cargados de moneda y plata acompañando a la expedición, y en los siguientes años se enviaron nuevas remesas y hubo acuñaciones masivas en la ceca de Amberes. 

Afirma Cipolla que la gran cantidad de moneda acuñada en Amberes entre los años 1567 y 1569 tuvo como efecto el considerable incremento de la circulación monetaria en el noroeste de Francia. La plaza de Amberes fue durante gran parte del siglo XVI el principal centro económico de la Europa septentrional, y como recoge Marichal, para los historiadores de la economía fue esencial la concurrencia de la plata procedente de las remesas de los Reinos de las Indias para el desarrollo de su Bolsa, una de las primeras y más importantes de Europa. 

El profesor Clemente López González considera que fueron tres las razones fundamentales de la falta en la consecución de un equilibrio presupuestario en la Real Hacienda. En primer lugar cita las limitaciones de un sistema fiscal en el que existía una multiplicidad de figuras que hacían muy difícil la eficaz gestión recaudadora de la Corona. En segundo lugar se encontraría la ineficiente administración, con cargos públicos en muchos casos privatizados y otros tantos más preocupados por intereses particulares o locales. Para terminar, destaca también la casi total exención fiscal de las clases poderosas, y muy especialmente la nobleza, y la desigualdad contributiva de los diferentes reinos de la Monarquía. Todo ello explica que continuamente se buscasen alternativas a dicho déficit, mediante el endeudamiento a corto y largo plazo y las alteraciones monetarias, que otorgaban a la Hacienda una liquidez momentánea. 

La alternativa utilizada a la falta de ingresos ordinarios fue la de la financiación por medio del crédito que los banqueros concedían a la Corona, en base a una serie de fórmulas, como fueron los asientos, los títulos de deuda conocidos como juros y las incautaciones de los tesoros americanos llegados a la Península en forma de juros, deudas a corto plazo garantizadas por letras de cambio, o préstamos forzosos. Ello hizo que la Monarquía hispánica tuviese en la época que nos ocupa el sistema de empréstitos más desarrollado de todo el orbe occidental, y el papel de la banca fuese capital para el engranaje del sistema financiero e incluso político de los soberanos, dando liquidez a la Real Hacienda en moneda circulante. Según Pierre Vilar, la reiterada exigencia de la Monarquía a los mercaderes de la plata que recibían de las Indias a cambio de juros, que los participantes apoyaron en el metal ausente, creó una monstruosa pirámide de empréstitos, los censos. 

Los asientos eran unos contratos realizados entre la Corona, representada por la Real Hacienda,  y un banquero o grupo de ellos, por el que se recibía una cantidad un préstamo. Los mismos consistían o bien en anticipo de un importe o bien en el abastecimiento de las tropas o entrega de armas en un determinado lugar. En el mismo contrato asimismo se estipulaba las condiciones en las que dicha cantidad debía ser devuelta en moneda, así como los intereses a satisfacer y las garantías que se establecían para su cumplimiento. Normalmente se garantizaba dicho pago a cuenta de las rentas o impuestos que la Real Hacienda esperaba cobrar, y en ocasiones se concedió a los banqueros incluso la administración de tales ingresos. 

Aunque en un principio el lugar donde estos contratos se formalizaban fue en las llamadas ferias de contratación, tanto nacionales como extranjeras, ya en el siglo XVI su negociación pasó a realizarse en Madrid. Destacaron entre estas ferias las ferias genovesas de cambio, instituidas en Besanzón en 1534 por orden de Carlos I y que posteriormente se celebraron en otros lugares, como Piacenza y las localidades ligures de Novi y Sestri Levante, y que a diferencia de otras ferias de cambio se mantuvieron activas como centros de cambio exterior hasta el siglo XVIII. 

El enorme volumen de capital que la Real Hacienda necesitaba supuso que en la práctica solamente unos pocos banqueros, aquellos que detentaban una mayor capacidad económica, fueran los que acaparasen dichos asientos. Aun cuando dichas operaciones no estuviesen exentas de riesgos, el enorme beneficio obtenido por ellas las hacían muy tentadoras para los banqueros y asentistas. Además, daban pie a la especulación con el crédito público, toda vez que podían negociar con los llamados juros de resguardo, entregados por la Corona en garantía de los préstamos obtenidos. 

La mayor parte de estos prestamistas eran extranjeros. Las leyes del Reino prohibían la saca de metales preciosos, con lo que se tuvo que o bien que negociar licencias de saca o bien los prestamistas tuvieron que reinvertir la ganancia obtenida comprando productos manufacturados, alimentos o materias primas. En la primera mitad del siglo XVI los banqueros fueron principalmente alemanes, como los famosos Fugger o Fúcares, y los Welser. A partir de 1557 se vieron sustituidos por los genoveses, como los Spínola, Centurión o Grimaldo, que carecían como sus predecesores de capitales suficientes para hacer frente a las necesidades de crédito de la Corona, pero controlaban el tráfico del oro.  

Como recoge Cipolla, la facilidad de los genoveses para obtener las licencias de exportación de plata les convirtió en los distribuidores de la plata española en buena parte de la Europa meridional. Más adelante aparecieron también hombres de negocios portugueses, en muchas ocasiones judíos conversos, a la sombra de la unión de las Coronas, y cuando se comenzó a aceptar la plata para los pagos internacionales, los asentistas de ambos orígenes compartieron dicho negocio.  Para Sancho de Moncada, los extranjeros eran los beneficiarios de más de un millón de juros, infinitos censos, toda la Cruzada y un enorme número de beneficios y encomiendas. 

Los banqueros cobraban sus asientos en distintos lugares de la Península Ibérica, que eran remitidos por sus correspondientes a Madrid en mulas o en carros. Buena parte del metal que llegaba acuñado o que se batía en Sevilla, en incluso en barras, se remitía primero a Madrid antes de salir al extranjero, por lo que la capital se convirtió cada vez más en el principal centro de distribución de numerario en el siglo XVII. 

Como recoge Álvarez Nogal, desde Madrid los banqueros iban enviando regularmente el metal precioso a sus corresponsales en Génova o los Países Bajos, encargándose ellos de vender el metal al mejor postor en el lugar donde el precio fuese más elevado, aunque ello supusiese un nuevo transporte del mismo. Una vez vendido recibía letras de cambio a pagar en las ferias o plazas donde los banqueros de Madrid tenían compromisos adquiridos con los que habían prestado inicialmente el dinero a la Monarquía. Asimismo, los banqueros cobraban sumas procedentes de inversiones de otros extranjeros, principalmente genoveses, normalmente rentas derivadas de juros, censos, cesiones y otras deudas, que eran remitidas a sus propietarios para disfrutarlas en sus lugares de residencia. 

Pierre Chaunu afirmaba que los metales que salían de Sevilla, un 83,80% de plata en 1570 y un 77,62% en los diez primeros meses del año siguiente, se destinaron en sus 2/5 partes a Valladolid, área de ferias, y a la Corte, una quinta parte al resto de Castilla, otro quinto a Andalucía y un séptimo hacia el norte cantábrico. Consideraba factible que la plata tuviese un rápido tránsito hacia Lisboa, que como Amberes era un foco de atracción de este metal para los pagos en el océano Índico y en Extremo Oriente. 

Según este autor, durante la primera mitad del siglo XVI las salidas de metales preciosos se organizaron en dirección a Amberes, verdadera capital financiera del mundo Atlántico, trasportados por las zabras de Vizcaya, registrándose envíos masivos según este autor en 1544, 1546-1548 y 1550-1552. Este numerario, en moneda mayor o barras o ya acuñado, era asimismo redistribuido en dirección a Alemania y a las islas Británicas. 

Para saber más: 

ÁLVAREZ NOGAL, C., “La formación de un mercado europeo de Plata: Mecanismos y costes de transporte en España”, Universidad Carlos III, Primer borrador: enero de 2005, 26 pp.

CHAUNU, P., Conquista y explotación de los nuevos mundos, Barcelona, 2ª ed., 1982.

CIPOLLA, C.M., La Odisea de la plata española. Conquistadores, piratas y mercaderes, Barcelona, 1996.

LÓPEZ GONZÁLEZ, C., “Desde las reformas monetarias de los Reyes Católicos hasta fines del siglo XVII”, en Hernández Andreu, J., Historia Monetaria y financiera de España, Madrid, 1996.

MARICHAL SALINAS, C., “La piastre ou le real de huit en Espagne et en Amérique: Une monnaie universelle (XVIe-XVIIIe siècles)", Revue européenne des sciences sociales, Tome XLV, 2007, N° 137, pp. 107-121.

RINGROSE,  D.R., Imperio y península: ensayos sobre historia económica de España (siglos XVI-XIX), Madrid, 1987.

SANTIAGO FERNÁNDEZ, J. de, "Relaciones monetarias entre Castilla y Génova durante el reinado de Carlos II", R.I.N., nº 109, 2008, pp. 303-332.

RUIZ MARTÍN, F., “El problema del vellón: Su incidencia en la distinta evolución económica de Castilla y de la Corona de Aragón en el siglo XVII”, Manuscrits: Revista d'història moderna, nº 15, 1997, pp. 97-104.

VILAR, P., Crecimiento y Desarrollo,  Barcelona, 2001.

miércoles, 7 de septiembre de 2022

El grabado de la moneda en la obra de Pedro González de Sepúlveda

 Publicado en Crónica Numismática, 7 de septiembre de 2022


El grabador Pedro González de Sepúlveda, nacido en Badajoz en 1744 y fallecido el 17 de mayo de 1815 en Madrid, fue yerno y discípulo aventajado de Tomás Francisco Prieto. Grabador de Cámara, fue igualmente director de grabado en hueco de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y  del Departamento de Grabado y Construcción de Instrumentos y Máquinas de la Real Casa de la Moneda, así como Grabador Principal de la Casa de Moneda de Segovia y Grabador General de las Casas de Moneda de España e Indias a la muerte de Prieto. Destacó asimismo como coleccionista de medallas, grabados y dibujos, y por ser quien propuso al monarca la adquisición a los herederos de Prieto un conjunto de monedas, medallas y una selección de libros de arte que formaban parte de su colección. 

En su obra manuscrita Práctica de la Gravadura de moneda, escrita entre los años 1769 y 1770, González de Sepúlveda detalla minuciosamente los pormenores del grabado de los punzones, matrices y troqueles para la acuñación de las monedas. Estos eran forjados por los herreros de las Casas de Moneda, en presencia del grabador. Los instrumentos necesarios para proceder a su grabado eran fabricados por él mismo, debiéndose tener según sus propias palabras el mayor cuidado y delicadeza para ello. Era habitual según su testimonio trabajar con cajas provistas de tornillos para sujetar las piezas, que se apoyaban sobre almohadillas de cuero, para evitar desplazamientos de las mismas. 

Una vez terminada la forja, comenzaba el trabajo sobre la matriz. El primer paso consistía en dibujar el motivo principal, y subsiguientemente grabarlo en una lámina de cobre, para posteriormente calcarlo con un dibujador o punta seca sobre la matriz, que estaba cubierta de una capa de cera blanca. Seguidamente se procedía a calentar la matriz, con lo que se derretía la cera y quedaba al descubierto el motivo. Simultáneamente, se modelaba en cera el motivo y se hacía un vaciado en yeso del mismo, cuadriculándose para servir de modelo para el relieve y las dimensiones. 

En la matriz se grababa en hueco el motivo, con buriles de media caña en el caso de retratos y con planos o chaples los escudos o motivos, para posteriormente retocarlos con codillos, unas limas curvas muy finas untadas en aceite. También se utilizaban puntas de piedra candía, una piedra abrasiva que se usa típicamente para afilar cuchillos, puntas de pizarra untadas de aceite y piedra pómez molida. Cuando se terminaba el grabado en hueco, la matriz se limpiaba y bruñía desde dentro hacia fuera con gratas, escobillas de metal, y limas, con lo que su superficie quedaba nítida y uniforme y preparada para el temple. 

El temple consistía en el endurecimiento del metal, para conseguir que las monedas no se quebraran y quedasen bien grabadas. Era llevado a cabo por el herrero, en presencia del Grabador. Los punzones eran probados golpeándolos con martillos y picadores, o también aplicándoles el ángulo vivo de una lima. Las pruebas de punzones, al hacerse sobre acero, tenían la ventaja si salían bien de servir posteriormente como matrices o contrapunzones de los que se fuesen desgastando o se rompiesen. 

Los punzones realizados por el herrero eran retocados por el grabador, que les daba la necesaria forma convexa para reproducir en relieve el huecograbado de la matriz, y eran también templados para resistir el golpe que debían imprimir sobre el troquel. Finalmente, se templaban también los troqueles para realizar las acuñaciones a volante. 

Para saber más 

CEAN BERMÚDEZ, J.A., Nota necrológica del grabador Pedro González de Sepúlveda, Biblioteca Nacional de España, signatura MSS/21455/1.

DURAN, R. y LÓPEZ DE ARRIBA, M., “Carlos III y la Casa de la Moneda”, en Carlos III y la Casa de la Moneda, Catálogo de la exposición celebrada en el Museo Casa de la Moneda, Madrid, diciembre 1988-febrero 1989.

FERIA Y PEREZ, R., “La industrialización de la producción monetaria en España, 1700-1868”, VI Jornadas Científicas sobre documentación borbónica en España y América (1700-1868), Madrid, 2007, pp. 155-176.

RODRÍGUEZ CASANOVA, I., “La numismática en la España de la Ilustración”, en Almagro Gorbea, M. y Maier Allende, J., De Pompeya al Nuevo Mundo: la Corona española y la Arqueología en el siglo XVIII, Real Academia de la Historia, Madrid, 2012, pp. 157-172.

El Parque Minero de Almadén (Ciudad Real), Patrimonio de la Humanidad desde 2012

 Publicado en Oroinformación, 7 de septiembre de 2022

https://oroinformacion.com/el-parque-minero-de-almaden-patrimonio-de-la-humanidad/

El conocido como Patrimonio del Mercurio, que incluye las áreas mineras de Almadén en España e Idrija en Eslovenia, recibió el 30 de junio de 2012 la consideración de  Patrimonio de la Humanidad por el Comité del Patrimonio Mundial de la UNESCO, en su trigésimo sexta sesión celebrada en San Petersburgo. Este reconocimiento se basó en la importancia que durante la Edad Moderna tuvo el comercio del mercurio o azogue entre Europa y América para la producción de plata en este último continente. 

En el caso de Almadén, este reconocimiento se extiende a su parte antigua, a los edificios de la Mina del Castillo, a la Prisión Real, al Real Hospital de Mineros de San Rafael y a su plaza de toros. Unos años antes, en 2008, se había inaugurado el Parque Minero de Almadén,  una iniciativa museística avalada por el Instituto del Patrimonio Histórico Español, dependiente del Ministerio de Cultura, que permite la vista de una mina real y la contemplación de un patrimonio material de valor incalculable, así como conocer la cultura minera como parte del patrimonio inmaterial. 

Las primeras noticias de esta mina de cinabrio se encuentran en la Geografía de Estrabón y en la Historia Natural de Plinio, que era remitido a Roma para usarlo como bermellón, pintura y productos cosméticos. Su beneficio continuó durante la época musulmana, como se observa en su propio nombre, que significa literalmente la mina, y tras la Reconquista cristiana. Alfonso VIII otorgó a la Orden de Calatrava la mitad de la mina en 1168 por su ayuda militar, recibiendo la Orden la otra mitad del monarca de Sancho IV y la autorización para fabricar bermellón. Tras obtener en 1308 el monopolio de la venta de azogue, la Orden la explotó mediante el sistema de arriendos, principalmente a comerciantes catalanes y genoveses. 

Tras el descubrimiento del Beneficio del Patio por Bartolomé de Medina y sus sucesivas mejoras fue cuando la explotación del mercurio alcanzó su verdadera importancia, siendo monopolizada por la Corona su producción y distribución en los Reinos de las Indias y convirtiéndose en un importante ingreso para la Real Hacienda. En 1645 la Corona decidió retomar su control directo, tras más de un siglo arrendada a particulares, entre los que destacaron los famosos banqueros Fugger o Fúcares. Junto a ello, el abastecimiento a las minas argénteas ultramarinas, principalmente a las de Nueva España, se consideró igualmente un objetivo prioritario. 

Tras una etapa a finales del siglo XVII de estancamiento de la producción de mercurio, a comienzos de la centuria siguiente comenzó una fase expansiva. Ello fue debido al descubrimiento de nuevos filones, al uso de pólvora en las extracciones, a una mayor llegada de fondos y a su reorganización administrativa a nivel interno, con la aprobación de las Ordenanzas de 1735, como externos, con la creación de organismos dependientes del Consejo de Indias, como la Junta y la Superintendencia General de Azogues. Y ello a pesar de episodios como el incendio que se produjo en el interior de las minas en 1755 y que estuvo más de dos años activo. 

Igualmente, se garantizó el abastecimiento de madera con la ampliación y establecimiento de bosques, así como de la necesaria mano de obra, con exenciones de pago de tributos y del servicio militar. Ello permitió la extinción de los trabajos forzados, trasladándose el penal a Ceuta en 1801. Junto a estas medidas, se racionalizó la explotación minera, contratando técnicos centroeuropeos, y fundándose la Academia de Minas, el primer centro de estudios técnicos superiores español. Asimismo, a partir de comienzos del siglo XIX se introdujeron nuevos sistemas de explotación y maquinaria de vapor para las labores de desagüe. 

La invasión napoleónica supuso un largo periodo de crisis de las actividades mineras en general. Tras la subsecuente independencia de las repúblicas hispanoamericanas, se perdió la capacidad de recaudación de los impuestos en estos territorios derivados de la explotación del oro y, sobre todo, de la plata, por lo que las ventas se orientaron al mercado exterior para maximizar beneficios. Desde 1835 su comercialización se contrató con la casa Rothschild. Tras dejar de hacerlo desde 1916, se alcanzó el máximo de producción tras la Guerra Civil, sobre todo por el uso de presos como mano de obra. Tras la crisis de 1972, la actividad decayó, abandonándose las extracciones por falta de rentabilidad en 2001. 

 Una curiosidad de esta área minera, tan importante para la producción de moneda durante la Edad Moderna, es que en la misma se habilitó durante la Guerra de Independencia el uso de papel moneda para el pago de salarios a los empleados y trabajadores de las minas por la Junta de Gobierno local. Se convino con los particulares su uso para adquirir pan, carne y tocino, y debían posteriormente ser redimidos por moneda metálica. 

Este papel moneda, que se emitió entre 1808 y 1812 por un valor de casi 350.000 reales de vellón, lo fue en faciales de 1, 2, 4 y 10 reales de vellón, los mismos que la moneda metálica en circulación, ampliándose posteriormente a los 20 reales o a los 5 reales, el valor equivalente a las pesetas de plata nacional, las acuñadas en América. El mismo fue falsificado a gran escala, por lo que a partir de 1810 se sustituyó por otros nuevos de más difícil imitación. Su retirada efectiva se produjo en 1816. 

Para saber más: 

CAÑIZARES RUIZ, M.C., “El atractivo turístico de una de las minas de mercurio más importantes del mundo: el “Parque Minero de Almadén” (Ciudad Real)”, Cuadernos de Turismo, 21, 2008, pp. 9-31. 

DOBADO GONZÁLEZ, R., El trabajo en las minas de Almadén, 1750-1855, Tesis Doctoral, Madrid, UCM, 1989. 

PRIOR CABANILLAS, J.A., “El fondo documental de las Reales Minas de Azogue de Almadén custodiado en el Archivo Histórico Nacional: Fuentes para la Historia del Billete”, en Muñoz Serrulla, M.T. (Coord.) La Moneda: Investigación numismática y fuentes archivísticas, UCM, 2012, pp. 238 -262. 

RODRIGUEZ GARCÍA, E., “Últimas tendencias en la inclusión de bienes en la Lista de Patrimonio Mundial. Las candidaturas transnacionales: el caso del binomio mercurio-plata”, Revista Patrimonio Cultural de España, 2, 2009, pp. 149-165. 

Centro del Patrimonio Mundial – (unesco.org)

 

Inicio – Parque Minero de Almadén (parqueminerodealmaden.es)

 

PARQUE MINERO DE ALMADÉN | Portal de Cultura de Castilla-La Mancha (castillalamancha.es)

lunes, 29 de agosto de 2022

Una Causa por circulación de moneda falsa en Puerto Rico de 1838

 Publicada en Puerto Rico Numismático, Septiembre de 2022


En el Archivo Histórico Nacional de España se conservan varios expedientes relativos a denuncias por introducción o puesta en circulación de moneda falsa en Puerto Rico. Entre ellos, y a modo de ejemplo, encontramos referencias a estas prácticas delictivas en el expediente sobre introducción y recogida de la moneda macuquina de 1827, y en otros relativos a peticiones de indulto, como las realizadas por José Ochotorena en 1881 o por Bernardo García Ginesta en 1894. El expediente que se estudia, con signatura Archivo Histórico Nacional, ULTRAMAR, 1077, Exp.28, se abrió en el año 1838, y consta de 13 documentos y 124 folios. 

En el mismo encontramos diversa información sobre la causa formada a varios individuos por circulación de moneda falsa, así como informes y pareceres sobre la conveniencia o inconveniencia de prohibir la circulación de los reales sencillos y las pesetas procedentes de Caracas en las islas de Puerto Rico, Cuba y Canarias. En el mismo se insertan también dos importantes documentos con gran importancia numismática: un Proyecto de Ley sobre el arreglo del sistema monetario en España e islas adyacentes de 1834 y una Circular del Ministerio de Hacienda de 7 de agosto de 1838 sobre falsificación de moneda. 

Como es conocido, durante las guerras de emancipación de Venezuela tanto los insurgentes como los realistas batieron moneda de necesidad de tipo macuquino, a imitación de los reales limeños, según los tipos de cruz y columnas previos a las reformas de la época borbónica, y con valor facial de reales sencillos y dobles.  Entre las mismas se encontraban las acuñadas por los insurgentes entre agosto de 1813 y julio del año siguiente, muchas de ellas con fechas imposibles, ajustadas en peso y ley, que siguieron siendo emitidas por los realistas y de las que existen ejemplares fechados hasta 1821. En Maracaibo, en los mismos años, se acuñaron monedas de imitación de las piezas macuquinas conocidas por su forma como lanzas, de labor tosca y con graves faltas en su ley y peso, y que en teoría habían sido retiradas de la circulación por Real Orden de 13 de mayo de 1816. 

Esta moneda, traída por los refugiados realistas, fue utilizada en Puerto Rico para poner fin a la espiral inflacionaria derivada de la emisión desde finales del siglo anterior de papeletas sin respaldo de moneda corriente, que fueron profusamente falsificadas y no eran aceptadas para los pagos. Para su amortización, por Decreto de 18 de junio de 1813 se autorizó por el gobernador Salvador Meléndez Bruna, por recomendación del intendente Alejandro Ramírez, la entrada y circulación legal de la moneda macuquina procedente de los refugiados venezolanos, como un mal menor necesario para garantizar la circulación monetaria en la isla.  

Este numerario estaba compuesto tanto de moneda legal, batida con anterioridad a la de cordoncillo, como por las emisiones antes citadas de los insurgentes y realistas, y debía según este Decreto ser aceptada por su valor nominal para todo tipo de pagos, entendiendo por el mismo el que tuviese en sus improntas o el comúnmente aceptado. A la falta de ley y peso de algunas de estas monedas se sumó asimismo la introducción de moneda macuquina falsa procedente de Estados Unidos, que agravó la situación en la isla.   

El expediente comenzó con la remisión por la Audiencia de Puerto Rico al Supremo Tribunal de Justicia de una carta poniendo de manifiesto la causa seguida contra Arturo Rogers, Guillermo Smith y Nicolás Pland sobre circulación de moneda falsa, remitiendo conforme a lo previsto en la Novísima Recopilación un cajón cerrado y sellado con cantidad de aquellas monedas y la porción de metal que en su razón resultó del reconocimiento de los peritos. Dicho cajón pasó al fiscal de la Sala de Indias, que expuso que esa Ley 6º, Título 8º, Libro 12  imponía a las Audiencias la obligación de remitir a la extinta Junta General de Comercio y Moneda los cuerpos del delito con las monedas falsas, los instrumentos y los materiales de la falsificación. 

En vista de lo actuado, la Reina Gobernadora, María Cristina de Borbón,  ordenó que se oyese sobre el particular a la Comisión de Arreglo del Sistema Monetario y Económico Administrativo de las Casas de Moneda, que manifestó que era necesario para emitir su informe que se remitiesen las monedas falsas, exponiendo que no existiendo en ese momento corporación alguna con las funciones de la extinguida Junta de Comercio y Moneda, debía sin duda corresponder a esta comisión entender de los asuntos relacionados con la moneda. La regente en vista de ello tuvo a bien disponer que se informase al Ministerio de Hacienda y al de Marina de cuanto se creyera conveniente. 

Tras varios dictámenes y correspondencia cruzada sobre el asunto, el 5 de julio de 1839 el Ministro de Marina, Comercio y Gobernación de Ultramar, José Primo de Rivera Ortiz de Pinedo, informó que el Supremo Tribunal había pasado al ministerio a su cargo el cajoncillo de monedas falsas remitidas por la Audiencia de Puerto Rico. Habiéndose conformado María Cristina de Borbón con el dictamen de la Comisión del Arreglo del Sistema Monetario, y tras verificarse repetidos ensayos, se dispuso que se instruyese el debido expediente para la consideración de si convendría o no prohibir en las islas de Cuba, Puerto Rico y Canarias las monedas de uno y dos reales de plata procedentes de la Casa de Moneda de Caracas, a cuyo fin se tenían pedidos los correspondientes informes.     

Para saber más: 

COLL Y TOSTE, C., Reseña del Estado Social, Económico e Industrial de la Isla de Puerto Rico al tomar Posesión de ella los Estados Unidos, San Juan, Puerto Rico, 1899.

CORDOVA, P.T. de, Memorias Geográficas, Históricas, Económicas y Estadísticas de la Isla de Puerto Rico, 6 vol., 1832.

CRESPO ARMÁIZ, J., Fortalezas y Situados. La geopolítica española y sus efectos sobre el desarrollo económico y monetario de Puerto Rico (1582-1809), Puerto Rico, 2005.

CRUZ MONCLOVA, L., Historia de Puerto Rico. Siglo XX, Tomo I (1808-1868), Madrid, 1970.

DASÍ, T, Estudio de los Reales de a Ocho llamados Pesos - Dólares - Piastras - Patacones o Duros Españoles, Valencia, 1950-1951, T. III.

miércoles, 17 de agosto de 2022

Los reales de a ocho y los pesos mexicanos en circulación en Taiwán hasta el siglo XX

 Publicado en Crónica Numismática, 17 de agosto de 2022

Los reales de a ocho y los pesos mexicanos en circulación en Taiwán hasta el siglo XX – Crónica Numismática (cronicanumismatica.com)

La actual isla de Taiwán, Formosa o Isla Hermosa en castellano, fue entre los años 1626 y 1642 la gobernación más septentrional de la Capitanía General de Filipinas, y por ende de los territorios asiáticos y pacíficos del Virreinato de Nueva España. La presencia de un contingente español conllevó la entrada de moneda argéntea de cuño español en el territorio y la monetización de su economía. Posteriormente, y hasta incluso el siglo XX, los reales de a ocho y los pesos de México independiente siguieron siendo la principal moneda en circulación en la isla y fueron utilizados por los sucesivos ocupantes holandeses, chinos y japoneses. 

La estratégica posición de la isla movió al Gobernador de Filipinas, Fernando de Silva, a enviar a la misma a Antonio Carreño de Valdés junto a un pequeño contingente de unos cientos de soldados en 1626. El motivo principal de esta expedición fue la difícil situación en el área, provocada por los ataques holandeses a Manila y Macao y a su establecimiento en el sur de Formosa, al deterioro de las relaciones comerciales antes amistosas con Japón, a la subida de aranceles en China y a la necesidad de proteger la ruta del tornaviaje del Galeón de Manila, o Nao de la China. 

Unos años después, en 1634, había unos 500 pobladores hispánicos, la mayor parte de ellos de diversas etnias filipinas, repartidos entre el área de Quelang y el estuario del Tamsui, en la vecindad de la actual Taipéi, y los fuertes de Santo Domingo y San Salvador. En la isla, donde anteriormente no existía moneda y los tratos se saldaban mediante trueque o con pequeñas cuentas coloreadas, sus naturales comenzaron a apreciar la moneda de plata española, al igual que los comerciantes chinos que se establecieron en el parián o barrio chino de Santísima Trinidad, actual Keelung. 

La moneda de plata se popularizó con el pago de servicios y mercancías, así como por el pago de compensaciones, entre 400 y 600 pesos, que se entregaron por los daños infringidos por parte de los españoles cuando entraron en Quelang. Borao cita asimismo los pagos de las dotes de las mujeres nativas que se casaban con los soldados españoles, recibidas por sus padres en moneda de plata. No faltaron tampoco en el circulante las falsificaciones, como las denunciadas por el padre Cocci que se realizaban en Fuzhou, descubriéndose en 1639 a un pampango residente en la isla un real de a dos falso. 

Cuando en 1638 se evacuó Tamsui y en 1642 una flota holandesa tomó Santísima Trinidad, los holandeses dominaron la isla hasta que en 1662 fueron expulsados por el corsario y almirante chino Ming Zheng Chenggong, conocido en Occidente como Koxinga y en Filipinas como Cong-Sing, hasta que en 1683 cayó bajo el dominio de la dinastía Qing o manchú. Durante ambos periodos, la moneda más usada en la isla fue el peso o real de a ocho de cuño español, tanto como moneda efectiva como de cuenta. La onza Cheng o Zheng del renombrado reino de Tungning era igual a un 0,7 de los taels Qing comunes, y los reales de a ocho generalmente se cambiaban por 0,71 o 0,73 taels, por lo que los pesos y las onzas Cheng tenían aproximadamente el mismo valor. 

Tras la conquista manchú el papel de la moneda española siguió los mismos derroteros que en el resto de China y todos los mercados de Oriente, siendo la moneda de referencia hasta bien entrado el siglo XIX. El comercio chino floreció en Extremo Oriente durante el siglo XVIII, lo que supuso la creciente llegada de plata, desde el millón de pesos anuales en 1719-1726 a cerca de 3 millones y medio de ellos, unas 90 toneladas, entre 1785 y 1791. Ya en este siglo los comerciantes chinos comenzaron a usar el peso como unidad de cuenta y moneda de cambio, sobre todo los conocidos como dólares carolinos, los pesos acuñados a nombre de Carlos III y Carlos IV. 

A diferencia de en la China continental, donde eran conocidos como de doble columna o de tres o cuatro gong –literalmente, trabajo-,  los reales de busto españoles fueron conocidos como Buda, Cabeza de Buda o Cara de Buda, dado que se pensaba que era una representación de una deidad. Por ello, se evitaba desfigurar el busto, por respeto a la deidad, y se utilizaban resellos pequeños, a diferencia de lo que había sucedido con los pesos columnarios de mundos y mares, donde se habían utilizado resellos grandes. Posteriormente se utilizaron las emisiones de Fernandos, reales de a ocho españoles de este monarca, como los 15.000 de ellos que se utilizaron el año 1855 por la firma  norteamericana Augustine Heard & Co para la compra de 78 toneladas y media de alcanfor. 

Con el tiempo, los pesos acuñados por la República de México tomaron el testigo de sus predecesores batidos en la misma ceca en los mercados asiáticos, y en particular en Taiwán. En el sistema utilizado en la isla a finales de la era Qing, cada yuan se estimaba en siete mace y dos candareens en el norte de la isla, siete mace en la parte central y seis mace y ocho candareens en la parte sur. Cada mace era la décima parte de un tael, y a su vez cada uno de ellos equivalía a diez candareens, que a su vez equivalían cada uno a diez cash. 

De acuerdo con la opinión del coleccionista local Chien I-Hsiung, estos pesos fueron los preferidos por la población, encontrándose los mismos en circulación durante parte del periodo de ocupación japonesa, entre los años 1895 y 1945. Reproduce un documento emitido por las autoridades coloniales niponas en la isla en el que se fijaba el cambio de las monedas de 8 reales mexicanas en paridad con los yenes. A pesar de los intentos del gobierno japonés de imponer la circulación de billetes denominados en yenes, la moneda de plata, y en particular los pesos mexicanos, se mantuvieron en la circulación, suponiendo en la ciudad de Tainan un 20% del circulante en 1901, más otro porcentaje similar de moneda resellada del módulo peso o dólar.  

Para saber más 

BORAO, J.A., “An overview of the Spaniards in Taiwan (1626-1642)”, Proceedings of the Conference on China and Spain during the Ming and Qing Dynasties, Centre of Sino-Western Cultural Studies, I.P.M., Macao, May 2007.
BORAO, J.A., The Spanish Experience in Taiwan 1626-1642: The Baroque Ending of a Renaissance Endeavour, Hong Kong University Press, 2009.
BUZETA, M. y BRAVO, F., Diccionario Geográfico, Estadístico, Histórico de las Islas Filipinas, Madrid, 1831.

GLAHN, R. von, “The changing significance od Latin American Silver in the Chinese Economy, 16th -19th centuries”, Revista de Historia Económica, Journal of Iberian and Latin American Economic History, Vol. 38, No. 3, pp. 553–585.

HUANG, Y., “An investigation into de Change in the Metage Currency System in Southern Taiwan during the Early Japanese Rule Period: 1897-1900”, Open Journal of Social Sciences, 2021, 9, pp.  26-38

SHIH-SHAN HENRY TSAI, Maritime Taiwan: Historical Encounters with the East and the West, Estados Unidos, 2008.

SHEPHERD, J.R., Statecraft and Political Economy on the Taiwan Frontier, 1600-1800, Stanford University Press, 1993.

VVAA, Chopmark News, December 2012, vol. 16, issue 4.

martes, 2 de agosto de 2022

Las Medallas de la Real Efigie de Miguel Enríquez y Antonio de los Reyes Rodríguez Correa

 Publicado en Puerto Rico Numismático, Volumen XLVII, agosto 2022


https://www.academia.edu/84064438/Las_Medallas_de_la_Real_Efigie_de_Miguel_Enr%C3%ADquez_y_Antonio_de_los_Reyes_Rodr%C3%ADguez 

En el convulso comienzo del siglo XVIII encontramos a dos importantes personajes boricuas que, por sus acciones en defensa de la Monarquía española durante la prolongada Guerra de Sucesión Española, merecieron el mayor de los reconocimientos que la misma concedía a sus súbditos, la conocida como Medalla de la Real Efigie del Rey Nuestro Señor, y su ascenso a capitanes de los Reales Ejércitos. De extracción social muy diferente, tanto Miguel Enríquez, o Henríquez, como el conocido como Capitán Correa son en la actualidad referencias obligadas en la historia de Puerto Rico. 

El corsario Miguel Enríquez 

Nacido en 1674 de padre desconocido y una liberta mulata de nombre Graciana Enríquez, pasó los primeros años de su vida trabajando de zapatero, si bien había recibido educación, dado que sabía leer y escribir. Tras un corto servicio militar y algunos devaneos con el contrabando, entró al servicio del gobernador de la isla  como guardacostas. La actividad corsaria realizada por armadores particulares fue un recurso habitual de la Monarquía española en periodos bélicos durante los siglos XVII y XVIII. A pesar de que las flotas del rey estaban presentes en prácticamente todas las latitudes, bien equipadas y organizadas, durante los conflictos bélicos y en los territorios ribereños e islas se expedían las conocidas como patentes de corso, incrementando con ello exponencialmente su poderío naval, asegurando la protección de sus territorios y sus comunicaciones y evitando intentos de desembarco o invasión. 

De entre los numerosos hechos de armas, presas y victorias que protagonizaron los corsarios españoles del Caribe con bases en las islas de Cuba, Puerto Rico y Tierra Firme destacan sin duda los llevados a cabo por Miguel Enríquez. Activo ya a finales del siglo XVII contra los contrabandistas y bucaneros ingleses y holandeses, entre los años 1702 y 1713 su flota contaba con más de treinta naves, lo que convirtió a San Juan en uno de los puertos más seguros de todo el Caribe.  Por sus acciones, en el año 1713 recibió la mencionada Medalla de la Real Efigie y su nombramiento como Capitán de Mar y Guerra y Armador de Corsos. 

Siguió desarrollando esta actividad en los años posteriores, siendo capital su intervención en el desalojo del intento de asentamiento británico en Vieques en 1717, y sobre todo sus acciones durante la guerra anglo-española de 1727, durante la que capturó casi la mitad de la flota mercante británica y fue conocido por los ingleses con el nombre de The Grand Archvillain.  Durante los periodos de paz y con la inmensa fortuna que había logrado amasar se dedicó a los negocios y participó en el comercio negrero británico. Su excelente relación con algunas de las principales autoridades civiles y militares de la isla le evitaron los problemas derivados de varios encarcelamientos y acusaciones. 

El Capitán Correa 

Antonio de los Reyes Rodríguez de Correa, nacido en Arecibo en 1665, era hijo del portugués Joseph Rodríguez y Correa y de la criolla Francisca Rodríguez y Valdés. En 1698 fue nombrado sargento mayor de San Felipe de Arecibo, ascendiendo poco después a teniente, el cargo que ostentaba cuando en 1702 dirigió la defensa de la población contra los barcos del contralmirante inglés Whelstone. Tras la declaración de guerra de la Gran Alianza a Francia y a España en junio de 1702,  el 5 de agosto dos navíos desembarcaron a un grupo de unos cuarenta soldados y un capitán cerca del puerto de Arecibo, a los que se enfrentaron y derrotaron los miembros de la milicia urbana comandados por Correa, no habiendo ningún superviviente. El capitán Correa ordenó a sus hombres subir a las barcas de desembarco y atacar a las dos naves, que cortaron las amarras y se dieron a la fuga. 

Este hecho, que frustró un posible desembarco y ocupación de la isla, fue reconocido por la Corona, que por Real Orden de 27 de septiembre de 1703, y a instancias del gobernador de la isla Gabriel Gutiérrez de la Riva concedió a Antonio de los Reyes Rodríguez de Correa la Medalla de la Real Efigie, siendo asimismo ascendido a Capitán de Infantería y nombrado alcalde de San Felipe de Arecibo. Desde este momento la población pasó a conocerse como la villa del Capitán Correa, y en su escudo encontramos representada una correa en recuerdo de su héroe, a quien todos los 5 de agosto se conmemora con un homenaje dedicado a recordar su gesta. 

La Medalla de la Real Efigie 

La Medalla de la Real Efigie es la primera condecoración propiamente dicha, no solo española sino europea, con los precedentes de la distinción concedida en 1636 a los defensores de la ciudad de Dola, en el Franco Condado y en la llamada por  Alfonso de Ceballos-Escalera  Joya Filipina, con un valor de unos 300 escudos. Fue establecida hacia 1666 por la Reina Gobernadora doña Mariana de Austria durante la minoría de edad de Carlos II. Su primer destino fue premiar la constancia de jefes y oficiales de los Reales Ejércitos que se hubiesen mantenido en activo durante más de veinte años, así como distinguir los actos heroicos. 

No fue hasta el reinado de Carlos III cuando su uso preferente fue el de reconocimiento de los méritos de los militares y jefes indios, así como de los miembros de los batallones de pardos y morenos, tanto en el continente americano como en el archipiélago de Filipinas. Posteriormente se labraron para estos fines las conocidas como Medallas al Mérito, diseñadas por Tomás Francisco Prieto y grabadas en la ceca de México por  Gerónimo Antonio Gil. 

Esta Medalla de la Real Efigie es el precedente inmediato de la Real y Militar Orden de San Hermenegildo, creada con el mismo fin en 1814, y hasta la actualidad el más alto reconocimiento al personal militar. Conocemos el que podría ser su diseño en esta época por la concesión que el monarca Carlos II hizo de unas medallas de oro o plata según el modelo de las de la Real Efigie en 1694 a los tres alumnos más aventajados de la Real Academia Militar de Matemáticas ubicada en Bruselas, a propuesta de su director, don Sebastián Fernández de Medrano. En la descripción de las mismas consta que en su anverso mostraban la efigie del rey, y en su reverso las efigies de Palas y Marte sosteniendo una fortaleza pentagonal, y venía sujetada, si coincidía con la del primer premio, con dos cadenas de oro. 

Como afirma Alfonso de Ceballos-Escalera, ya desde el Bajo Imperio Romano la entrega de un distintivo con la imagen del príncipe constituía en sí misma una insignia de poder, al tiempo que una insignia de honor. El doble concepto de la medalla como joya y premio tiene su origen según este autor en la baja Edad Media, dado que así eran los premios entregados a los vencedores de las justas y torneos. Al parecer, era habitual lucir este tipo de medallas sobre el pecho, prendidas o pendientes del cuello con una cadena o por una cinta. De la importancia que se daba a esta distinción da fe su solicitud por parte de Pedro Garci-Aguirre, grabador de la Casa de Moneda de Guatemala y autor de numerosas obras arquitectónicas en esta ciudad, incluyendo a la misma ceca, cuando afirmaba en su solicitud de merced que: 

Y aviendo visto algunos Yndios, de este Reyno, que traen a sus pechos el distintibo de una Medalla del Real Busto por algún particular servicio que han hecho, los que por falta de instrucción no hacen todo el apresio que es debido a tan particular insignia, y mayormente quando tienen iguales exemplares en los Españoles ni estos los ponen en la emulacion del respecto que merece el honor de poder traer tan relebante insignia; por tanto quisiera que V.M. me isiera la gracia de poder honrar mi pecho con una Medalla que en amberso tuviese los Reales Bustos, para lograr la satisfacción de tener también junto al de V.M. el de mi Señora y Soberana la Reyna, y en el reverso el letrero o insignia que V.M. estimase por conveniente. 

Para saber más:

 CEBALLOS-ESCALERA Y GILA, Alfonso de, “La medalla de la Real Efigie del Rey nuestro Señor” (c.1630-c.1868)”, Cuadernos de Ayala, nº 38, 2009.

COLL Y TOSTE, Cayetano, Crónicas de Arecibo, Salicrup, Puerto Rico, 1891.

GONZÁLEZ VALES, Luis E., “El ataque a La Boca de la Riviera de Loyza en 1702: ecos de la guerra de sucesión española en Puerto Rico”, en Revista de Estudios de Historia Social y Económica de América, Universidad de Alcalá de Henares, 1990.

LUCENA SALMORAL, Manuel, “Algunas notas sobre el corso español en América durante los siglos XVI a XVIII”, XVII Coloquio de Historia Canario­Americana, 2008.

LÓPEZ CANTÓS, Ángel, Miguel Enríquez, Ediciones Puerto-CSIC, San Juan de Puerto Rico, 1998.

TAPIAS, Enrique, “Corsarios en el Caribe durante la Carrera de Indias”, Revista de Historia Naval, nº 16, 2019.

VVAA, Real y Militar Orden de San Hermenegildo, Segundo Centenario, Imprenta del Ministerio de Defensa, Madrid, 2014.

 Archivo General de Indias, ESTADO, 48, N.2, Memorial del capitán de infantería de Milicias Provinciales y grabador principal del Reino de Guatemala, Pedro Garci-Aguirre, solicitando que, atento a sus servicios, se le incorpore en el Monte Pio de ministros y los honorarios de ingeniero con derecho a usar uniforme y la medalla de los Reales Bustos, en virtud de los conocimientos que posee de Matemáticas, Arquitectura y Maquinaria. Probablemente redactado en 1793 en Nueva Guatemala de la Asunción.

lunes, 1 de agosto de 2022

“El olor del dinero”. El dinero y la moneda en “Sapiens”, de Yuval Noah Harari

 Publicado en Crónica Numismática, 1 de agosto de 2022


Desde que el ensayo histórico Sapiens. De animales a dioses: Una breve historia de la humanidad vio la luz por primera vez en hebreo en el año 2011, ha sido traducido a más de treinta idiomas, alcanzando en el verano de 2018 una cifra de ventas superior a los diez millones de ejemplares. En esta obra, el historiador israelí Yuval Noah Harari examina la historia de la Humanidad, desde las especies humanas arcaicas hasta nuestros días, con el principal argumento de que el Homo Sapiens ha llegado a dominar el mundo por la sencilla razón de haber sido el único animal capaz de cooperar en gran número, por su capacidad de creer en una serie de entes y mitos que existen exclusivamente en su imaginación y que se basan, en última instancia, en una ficción.

 Entre los mismos enumera los dioses, las naciones, las religiones, las estructuras políticas, económicas y sociales, los derechos humanos y, en el caso que nos ocupa, el dinero. El dinero es, según este autor, junto a los imperios y a las religiones, uno de los poderes que han unificado el mundo y que ha coadyuvado a que sea tal y como hoy en día lo conocemos. Para el mismo, se trata de un sistema basado en la confianza mutua, en el que más que cada individuo crea en su valor lo importante es que crea que los demás creen en el valor del dinero.

 El apartado dedicado al estudio del dinero, con el sugerente nombre de El olor del dinero, comienza con una referencia a la llegada de Hernán Cortés al actual México en 1519, hasta entonces un mundo humano aislado, en el que el papel de la moneda estaba cubierto por determinados productos que, aunque el autor no lo refleje, sobrevivirán durante siglos como monedas de la tierra durante la época virreinal, como los granos de cacao o las mantas. El oro, según Harari, era utilizado por esta cultura para hacer joyas, estatuas y en ocasiones en polvo, como medio de trueque. La pasión u obsesión por el oro de estos españoles, léase castellanos, era según el autor una epidemia en el mundo afroasiático del que procedían.

 Tres siglos antes, según Harari, léanse ocho siglos, los antepasados de Cortés libraron una sangrienta guerra de religión contra los reinos musulmanes de Iberia y el Norte de África. A la par de las victorias, los reinos cristianos acuñaban moneda de oro y plata con la señal de la cruz dando gracias a Dios por su ayuda, pero simultáneamente acuñaban también los cuadrados millarenses adornados con leyendas en árabe alusivas a la grandeza de Alá, que eran usados y atesorados incluso por los obispos católicos. Una situación similar se producía en el bando contrario, dado que los mercaderes musulmanes del norte de África utilizaban para sus negocios monedas cristianas como el florín de Florencia, el ducado veneciano y el carlino napolitano.

 Bajo el epígrafe ¿cuánto cuesta?, el autor comienza el relato recogiendo el hecho de que los cazadores-recolectores no tenían dinero, dado que cada grupo humano cazaba, recolectaba y producía lo que necesitaba, siendo económicamente independiente. Si había algún producto que no podía conseguirse localmente, podía obtenerse por trueque. Esta manera de actuar cambió poco con el paso a las sociedades agrícolas, en aldeas pequeñas y limitadas, hasta que el auge de las ciudades y reinos y la mejora en las infraestructuras produjeron nuevas oportunidades para la especialización. Esta especialización generó un problema, el cómo gestionar el intercambio de productos, dado que el trueque es solamente efectivo cuando se intercambian una gama limitada de productos. Si bien algunas culturas intentaron establecer un sistema de trueque centralizado, como la extinta URSS o el Imperio inca, en la mayoría de las sociedades se optó por el dinero.

 El dinero fue, como afirma Harari, establecido en muchos lugares y muchas veces, sin necesidad de grandes descubrimientos tecnológicos, con la creación de una nueva realidad intersubjetiva, que según el autor solo existe en la imaginación compartida de la gente. El dinero no serían solo los billetes y monedas, sino cualquier cosa que la gente esté dispuesta a utilizar de manera sistemática como medida del valor de otras cosas, con el objeto de intercambiar bienes y servicios. Y aunque el medio más familiar sea la moneda, una pieza estandarizada de metal acuñado, el dinero existió mucho antes que ella, con productos como conchas o cauris, ganado, sal, cuentas, telas o notas de pago. El autor recoge el caso del uso como moneda de los cigarrillos en las prisiones y campos de prisioneros de guerra modernos, incluso por los prisioneros que no fuman, detallándolo con el testimonio de un superviviente de Auschwitz.

 Como afirma Harari, actualmente las monedas y billetes no son más que una pequeña fracción de la suma total de todo el dinero que circula por el mundo, en el que la inmensa mayoría de las transacciones se realizan moviendo datos electrónicos de un archivo informático a otro. En todo caso, para que los sistemas comerciales complejos funcionen, es indispensable algún tipo de dinero, un medio universal de intercambio que permite a la gente convertir casi todo en casi cualquier cosa. Dado que el dinero puede convertir, almacenar y trasportar fácil y baratamente los bienes, su contribución fue vital a la aparición de redes comerciales complejas y a mercados dinámicos.

 Para el autor, los cauris y los dólares tienen solamente valor en nuestra imaginación, no siendo una realidad material, sino una construcción psicológica. La confianza es según él la materia bruta a partir de la que se acuña cualquier tipo de dinero, siendo el más universal y más eficiente sistema de confianza mutua que jamás se haya inventado. El crucial papel de esta confianza explicaría el por qué los sistemas financieros están tan íntimamente imbricados con los sistemas sociales, político e ideológicos.

 Esta confianza no existía cuando se crearon las primeras versiones del dinero, como el dinero de cebada sumerio del tercer milenio a.C. La misma se alcanzó en Mesopotamia a mediados del tercer milenio a.C., con la aparición del siclo de plata, 8,33 gramos de metal argénteo, que no tenía un valor intrínseco, sino puramente cultural. El peso fijado en metales preciosos dio lugar a las monedas, siendo las primeras las del rey Aliates de Lidia, con un peso normalizado y una marca de identificación. Dicha marca certificaba tanto la cantidad de metal de la moneda como la autoridad emisora que garantizaba su contenido. Como afirma Harari, la mayoría de las monedas actualmente en uso son descendientes de estas monedas lidias.

 Las ventajas de la moneda sobre los lingotes de metales preciosos estribaban en que no tenían que pesarse para cada transacción y que la marca impresa sobre ella atestiguaba su valor exacto, la rúbrica de una autoridad que refrenda su valor. Si bien la forma y el tamaño de la marca, léase cuño,  han variado enormemente a lo largo de la Historia, el mensaje siempre ha sido el mismo. El castigo a la falsificación de moneda siempre se ha considerado un delito muy grave, al ser una violación de la soberanía y un acto de subversión contra el poder, los privilegios y la persona de la autoridad emisora. Poniendo el ejemplo del Imperio Romano, el autor afirma que su poder se basaba en el denario, dado que hubiese sido difícil, si no imposible, mantener el Imperio sin moneda, recaudar impuestos y redistribuir fondos entre sus distintas provincias.

 La confianza en la moneda romana era tan grande que su uso se extendía fuera de los confines del Imperio, hasta la lejana India, donde los gobernadores locales batieron moneda a semejanza de la romana, y el mismo nombre de denario se convirtió en el término genérico para denominar las monedas, el dinero. Con el tiempo, los califas musulmanes arabizaron el término, siendo actualmente todavía el dinar el nombre de la moneda oficial en numerosos países musulmanes y no musulmanes, como sucede en este último caso en Serbia o Macedonia.

 Si bien simultáneamente existió otro sistema monetario ligeramente distinto, el chino, basado en la emisión de moneda de cobre y lingotes de plata, era en esencia tan similar, al basarse en el oro y la plata, que permitió las relaciones comerciales entre ambos. Con la expansión musulmana y la posterior europea, a finales de la Edad Moderna todo el mundo era una sola área monetaria, basada en el oro y la plata, y posteriormente en algunas pocas monedas, como la libra o el dólar. Esta zona monetaria única, trasnacional y transcultural, puso los cimientos de una esfera económica y política única.

 La razón de ello es, según los economistas, que una vez que el comercio conecta dos áreas, las fuerzas de la oferta y la demanda tienden a igualar los precios de los bienes transportables. Como afirma Harari, durante miles de años filósofos, pensadores y profetas han vilipendiado el dinero, calificándolo de origen de todos los males, si bien para este autor también se trata del apogeo de la tolerancia humana, al ser más liberal que el lenguaje, las leyes estatales, las religiones, los hábitos culturales o los sociales, siendo el único sistema de confianza creado por los humanos que puede salvar casi cualquier brecha cultural.

 Dado que el dinero se basa en dos principios universales, su convertibilidad y confianza universales, ha permitido a millones de extraños cooperar efectivamente en el comercio y la industria. Sin embargo, para el autor, el lado oscuro del mismo se muestra en que corroe las relaciones íntimas, las tradiciones locales y los valores humanos, sustituyéndolos por las frías leyes de la oferta y la demanda. Tiene incluso para él un lado todavía más oscuro, dado que no confiamos en el extraño, ni siquiera en el vecino, sino en la moneda que sostienen.

 Aun así, Harari acaba este curioso e interesante capítulo reflexionando sobre el hecho de que si bien en este momento es generalizada la creencia en que el mercado siempre prevalece, es imposible entender la unificación de la Humanidad como un proceso puramente económico. Para entender cómo miles de culturas aisladas se aglutinaron para formar nuestra aldea global, se ha de tener en cuenta el capital papel del oro y de la plata, pero no se puede olvidar el igualmente crucial papel del acero.